La amistad, la transparencia: Andrés Sánchez Robayna

La poesía de Andrés Sánchez Robayna (1952-2025) evitó la estridencia. Atento al detalle, a la tensión entre las palabras y el silencio, construyó una forma de presencia en medio de lo efímero.
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¡Al fin nos conocimos!, me dijo un hombre risueño, parado junto a un gran árbol de Navidad, en el sitio más extraño para nuestro primer encuentro: San Luis Potosí, a miles de kilómetros de Tenerife y a cientos de Xalapa. Andrés Sánchez Robayna (1952-2025) era más pequeño y mucho más gentil de lo que yo imaginaba por las cartas que cruzábamos desde hacía veinte años, pero nunca nos habíamos abrazado. Conocía su rostro en fotografías, pero lo imaginaba más alto o eso pensé al verlo junto al altísimo árbol navideño del hotel donde nos hospedamos. Habíamos sido invitados al Festival Internacional Letras en San Luis y desde meses atrás aparecía en nuestra charla esa ilusión: conocernos.

Cuando David Medina Portillo y yo llegamos a vivir a Xalapa en 2004, lo primero que hizo fue comunicarse con sus amigos para darles las nuevas señas y me pidió que firmara un libro mío para enviárselo a Robayna, como le decíamos. Así nació una relación epistolar que se afirmó cuando me convertí en editora de poesía de Letras Libres y traje a la revista –de la que era consejero– no solo sus poemas sino también sus traducciones, pues era un notable traductor y un amigo y maestro generoso, que me envió varias veces traducciones de algunos discípulos y amigos suyos que se reunían en torno de un proyecto que él amaba: el Taller de Traducción Literaria de la Universidad de la Laguna, su casa, del que salía un boletín dedicado a mostrar las traducciones o reflexiones sobre la traducción que se hacían en ese taller que duró veinticinco años.

“Para Malva y David. Boletín del TTL, colección completa: 36 números. (2011-2020)”, dice, con su escarpada letra, el cintillo de papel bond con el que llegó a Xalapa ese boletín que Andrés editó junto con Jesús Díaz Armas hasta el verano de 2020. Conservo los cintillos similares que para Can MayorVulcane y Literradura confeccionó Robayna y que arribaron a mi casa, junto con la colección completa de su Syntaxis, en una caja enorme que viajó desde Tenerife en 2022. Había descubierto que yo también amaba las revistas y se convirtió en consejero de mi proyecto Péndola. Redes y Revistas, lo que multiplicó nuestros correos. La primera revista que albergó ese sitio fue justamente su Literradura, que digitalicé muy torpemente y lo lamento.

Me cuesta trabajo hablar de Sánchez Robayna en pasado. Como alguien que fue y no que sigue siendo en mi memoria, en sus libros o en los libros de otros, que tradujo, prologó, reseñó, estudió, compiló. Apenas hace unos meses nos había mandado Gradas, de Ramón Xirau, traducido y prologado por él, y uno suyo, el último, llamado Las ruinas y la rosa, ambos publicados por Galaxia Gutenberg, donde tenía muchos proyectos que lo emocionaban, según me contó esas mañanas heladas en San Luis, cuando nos encontrábamos para desayunar muy temprano, antes de que llegaran los demás invitados al festival.

“Trabaja en tu huerto bajo el chillido de las gaviotas”, concluye Andrés en Las ruinas, y busco sus primeras palabras en La inminencia (Diarios, 1980-1995): “Escribir en este tiempo –en este no-tiempo.” Ese arco, que inició en Día de aire (1970), recorre la escritura de un poeta, en quien confluyeron la crítica, el arte, el estudio de nuestra tradición y de otras tradiciones, el amor absoluto por las palabras: su precisión acechada siempre por la inminencia del silencio. La tensión entre el silencio y las palabras dio por resultado la escritura de una poesía transparente, digna, en la mejor de sus acepciones. Una poesía que celebra la belleza del mundo, aun en el dolor o la perplejidad. Poesía como isla en medio del escándalo y la vulgaridad, la de Robayna le habla a sí mismo, pero nos habla a todos:

Miras una vez más pasar las nubes

del verano en un charco bajo el cielo.

Refulge el mar. Un niño ve en sus manos

moras y arena más allá del tiempo.

Aquellos días en San Luis fueron prodigiosos para mí. Nos reímos, nos indignamos con el horror de los políticos allá, acá; lamentamos el desinterés por la poesía y la destrucción del lenguaje: el agravio a las palabras. Me habló de Góngora, de sor Juana, de Paz, a quienes tanto admiraba.

“Para el poeta, las palabras son actos”, dice en una de las entradas de Las ruinas y la rosa. Sus actos eran dulces o lo fueron conmigo. El día de nuestra despedida necesitaba salir muy temprano del hotel en una camioneta que llevaría a varios de los participantes al aeropuerto. Él viajaría más tarde y desde la noche previa nos dijimos adiós, pero a la mañana siguiente me esperaba en el restaurante y, cosa insólita en estos tiempos, me acompañó hasta el vehículo y ahí esperó hasta que se puso en marcha. Dentro de la camioneta, un último pasajero subió: Hernán Lara Zavala, con quien conversé en el trayecto de aquellos lejanísimos días, cuando él era director de Literatura de la UNAM y yo, que trabajaba en una dependencia administrativa espantosa, lo saludaba todas las mañanas, pues mi cubículo tenía una ventana desde donde podía ver su oficina. Durante el viaje recordamos las veces en que, con cariño y paciencia, consolaba mis desastres amorosos o me impulsaba a escribir, llevando mis poemas o mis críticas al Periódico de Poesía o a Los Universitarios. Hoy ya no está ninguno de los dos y no quiero creerlo, pero antes de que avanzara el vehículo, me asomé por la ventana. Ahí estaba Andrés, despidiéndose de mí y aún escucho nuestras últimas promesas: leería mi libro de poemas cuando yo lo terminara, visitaría Xalapa y nosotros Canarias, haríamos una Revista Breve de Poesía.

El pasado 12 de febrero recibí su último correo. Se disculpaba por no haber escrito y explicaba que había tenido “algunos problemas de salud, que espero dejar pronto atrás. Los años no perdonan, y algo hay que tener a ciertas alturas de la edad. Deséame suerte”.

“¿Y si el silencio fuera, paradójicamente, la última forma de la dignidad?”, se preguntaba Andrés en Las ruinas. Yo prefiero responderle con unos versos suyos, que hoy me siguen hablando: “Todo reposa, ahora, ante el mar extendido. / Como un rocío, hay paz sobre la hierba húmeda.”

¡Suerte!, querido Andrés. ~


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