Con L’Imaginifico. Vita di Gabriele D’Annunzio (2018), Maurizio Serra –que escribe indistintamente en francés y en italiano– complementa un dueto estupendo, precedido de Malaparte. Vida y leyendas (2011), donde ese par inigualable de iconoclastas y réprobos italianos del siglo XX alcanzan una cima biográfica que difícilmente será superada. Ello se debe al involucramiento casi íntimo que Serra tiene, precisamente, con quienes él ha llamado “los estetas armados” como Stefan George y Filippo Marinetti, con hermanos enemigos como Pierre Drieu la Rochelle y André Malraux y con otros estetas no tan belicosos como los hermanos Heinrich y Thomas Mann, o Italo Svevo. Además, diplomático –antiguo embajador de Italia en la UNESCO–, Serra es autor de Il caso Mussolini (que reseñe aquí en 2024) y recientemente de Munich 1938. La paix impossible (2024).
Tanto se ha dicho y escrito de Gabriele D’Annunzio (1863-1938) que, ante una biografía como la de Serra, únicamente queda resaltar que un mundo como el suyo, aparentemente hecho todo de bisutería y armado de machismo, solo sobrevivió unas generaciones de más gracias a las grandes películas de Luchino Visconti donde siempre está, de alguna manera, presente. Y es que D’Annunzio tuvo un momento de fatal caducidad estética, cuando su sensualismo finisecular decimonónico, el de un hombre pequeño, feo, calvo y perfumadísimo con bien ganada fama de haber sido el más tóxico de los depredadores de mujeres, se vio eclipsado en pocos días. Pese a que el arzobispo de la capital francesa amenazó a los espectadores con la excomunión, Le martyre de Saint Sébastien, creado para Ida Rubinstein y con música de Claude Debussy, nada menos, se convirtió en periódico de ayer en ese mismo año de 1913 con el escándalo de La consagración de la primavera, de Ígor Stravinski y coreografía de Vaslav Nijinsky, golpe de modernidad que mandó al rincón de la muñeca fea a toda la obra de D’Annunzio.
Fue una injusticia literaria, sin duda: quien lea Cento e cento e cento e cento pagine del libro segreto di Gabriele D’Annunzio tentato di morire o Libro segreto (1935, firmado bajo el pseudónimo de Angelo Cocles) se dará cuenta de que entre tanta filigrana y gobelinos, al parecer dignos de los llamados “mercados de pulgas”, palpita insomne, queriéndose tirar por la ventana y a veces haciéndolo, uno de los escritores más misteriosos de la historia. Digo yo. Pero a D’Annunzio le llegó de inmediato la oportunidad de la revancha, esa Gran Guerra que tanto deseó y de la que fue, aunque anecdóticamente, protagonista en los anales de la petite histoire. Desde Francia, donde estaba autoexiliado aduciendo persecución fiscal, D’Annunzio militó ardorosamente para que Italia se aliase contra los imperios centrales. Muy justificados temores tenían los gobernantes liberales de aquella modesta Italietta, de “ganar perdiendo”, como ocurrió. Serra explicita la paradoja: entre los ganadores de 1914-1918, la península perdió la Primera Guerra porque dio a luz al fascismo en 1922 y solo fue entre los derrotados de 1939-1945, cuando ganó, al deshacerse del Duce.
No solo fue el marxista peruano José Carlos Mariátegui quien dijo que si el fascismo fue d’annunziano, D’Annunzio no fue fascista y esa afirmación es uno de los puntos nodulares de L’Imaginifico, de Serra. Latinizante, cuando Mussolini, tras pagarle sus deudas, lo recluyó en un monumento –el Vittoriale degli Italiani, junto al lago de Garda–, D’Annunzio no se cansó de denunciar a Adolf Hitler y de prevenir a Italia de toda guerra contra Francia, su hermana de sangre. Estéticamente disoluto, como lo era el poeta, el neoclasicismo fascista le daba horror, lo mismo que el antisemitismo del cual fue adversario. Su pecado fue el amor por la guerra (y por el parlamentarismo, tan impopular en ese entonces como ahora) y buena parte de su familia, proveniente de los Abruzos, se alistó, con numerosas pérdidas. El extremo e histérico nacionalismo d’annunziano lo malquistó con sus amigos alemanes del círculo de Stefan George y Hugo von Hofmannsthal lo llamó “Pulcinella travestido de Tirteo”,1 refiriéndose a un poeta espartano.
Como Ernst Jünger y tantos otros condotieros de la época, según la tipología de Serra, vieron (y vivieron) la guerra como la “higiene del mundo”. Es improbable que tras 1945 mudase de opinión quien en 1897 se había hecho elegir Diputado de la Belleza; lo eligió la derecha y un buen día, a media sesión, cruzó el hemiciclo para sentarse a la izquierda. A nadie le queda mejor la frase de Walter Benjamin de haber estetizado la política que a D’Annunzio. Pocos escritores se despreciaron tanto personalmente como Thomas Mann y D’Annunzio, nos cuenta Serra, lo cual es paradójico pues políticamente el Mann de las Consideraciones de un apolítico (1918) no estaba demasiado lejos ideológicamente del italiano y los autores de El placer (1889) y La muerte en Venecia (1912) fueron hijos de la misma Europa. Esa identidad de origen solo la entendió Visconti, quien estetizó no solo la política sino lo antiguo y lo moderno.
Exhaustiva, la biografía de Serra, me lleva a concentrarme en un solo episodio. No en la vida erótica de D’Annunzio con su armorial de conquistas en todas las clases sociales y con todos los seres del sexo femenino; tampoco en ese amor verdadero, lleno de complicidad intelectual, que vivió con Eleonora Duse. Ya se sabe lo suficiente de su pasión por el deporte y su consunción final en la cocaína, lo mismo que de la envidia temerosa con que Mussolini lo aisló del régimen fascista. Sus aventuras como piloto de guerra le hicieron perder un ojo que, sustituido con uno falso, emanaba un brillo vítreo que ofuscó a la extrema derecha de los años treinta. ¡Ah! Y aquella hazaña aérea de bombardear Viena con una flotilla arrojando panfletos propagandísticos en agosto de 1918, tan inútil.
El D’Annunzio que tiene mucho que decirnos –y Serra lo subraya– es el loco que gobernó quince meses Fiume (actualmente la ciudad croata de Rijeka) del 12 de septiembre de 1919 a la Navidad de Sangre de 1920. Un poeta se hacía cargo de una ciudad, que anticipaba –cita Serra a un colega– lo mismo a Charlie Chaplin que al Che Guevara, a la guerra de España, al 68, a Woodstock y a los hoy difuntos globalofóbicos, todo ello llevado de la mano de un temprano literato moderno que se conducía como un tribuno de la Baja Edad Media.
En una época en que simultáneamente se empoderaban el bolchevismo y el fascismo, Lenin observó con fascinación ese reino libre de Fiume y Mussolini, no sin reservas, aprendió mucho de un D’Annunzio pregonando todos los días desde el balcón ante una multitud compuesta de anarquistas, futuristas (Marinetti y D’Annunzio se odiaban), practicantes del yoga, naturistas y vegetarianos, y homosexuales liberados de toda persecución legal por órdenes de un Comandante en jefe ansioso de imponer un orden lírico antes que un orden político.2
Fiume y su Comandante fueron alabados por los dadaístas y por el Partido Comunista Francés: venían de la Comuna de París y se dirigían a las comunas hippies, unidos por el odio al dinero y al orden establecido. D’Annunzio, ciertamente, carecía de esas abominaciones: amaba el lujo y más aún a quienes se lo facilitaban, esos prestamistas de quienes naturalmente huía. No amaba ese dinero que se le iba de las manos y Marx habría tenido dificultades para calificarlo como un burgués. Y en cuanto al orden establecido, Serra concluye en que si hubo en el siglo XX un verdadero “anarquista conservador” ese fue D’Annunzio. Mientras él fuera el garante de ese orden nuevo (y sus amigos, en su defecto), el poeta, dramaturgo y novelista no tenía inconveniente en que imperase el desorden organizado. Lou Andreas-Salomé, el situacionista Guy Debord, Iván Illich en Cuernavaca, el antipsiquiatra David Cooper o el antiedípico Félix Guattari habrían hecho bien en mudarse al Fiume de D’Annunzio.
Para que Fiume durase lo que duró se necesitaban “fiumistas” y Serra los describe como los cuatro mosqueteros de nuestro D’Artagnan, todos ellos dignos de un retrato de Ramón Gómez de la Serna o de ser alguno de los hijos sin hijos de Enrique Vila-Matas. Gracias a L’Imaginifico, los atisbamos: Guido Keller von Kellerer (1892-1929), as suizo de la aviación, amigo del nudismo y gustoso de dormir en los árboles, como el barón rampante de Italo Calvino. El Athos de D’Annunzio fue Léon Kochnitzky (1892-1965), judío convertido al catolicismo y luego a la observación de las almas platónicas, poeta y políglota que escribió algo de lo que firmó D’Annunzio (los grandes no copian, roban, ya se sabe). Su Aramis fue Henry Furst (1893-1967), nacido en los Estados Unidos pero italiano de adopción. Asiduo al box y a la literatura, se estableció en Liguria y recibía a sus amigos vestido de cardenal. Desde Fiume, políglota, traducía para el mundo los discursos del Comandante D’Annunzio. Se hizo corresponsal asiduo de Jünger. Y no faltaba a su lado el financiero judío Ludovico Toeplitz de Grand Ry (1893-1973), gerente de la aventura. Finalmente, Porthos: Giovanni Comisso (1895-1969), epicúreo dedicado a la telegrafía, abandonó el ejército para unirse a los legionarios de Fiume. Y el sobreviviente entre los camaradas de D’Annunzio fue Giovanni Host-Venturi (1892-1980), de breve militancia fascista, quien se suicidó casi nonagenario al saber desaparecido a su hijo por los militares argentinos.3
Antes de tomarse en serio la empresa de Fiume cabe citar un párrafo de La quinta stagione (1922 y 2013) de Kochnitzky: “La gente bailaba por todas partes: en la plaza, en los cruces de caminos, en el muelle; día y noche, siempre había baile y canto; no era la voluptuosa suavidad de la barcarola veneciana, sino más bien en una bacanal desenfrenada. Al ritmo de las fanfarrias marciales se veían soldados, marineros, mujeres, ciudadanos girando en bandas harapientas, redescubriendo la triple diversidad de las copias primitivas de las que se jacta Aristófanes. Allá donde la mirada se posaba, se veía una danza. Danzas de frambuesas, de antorchas, de estrellas porque Fiume estaba hambriento, arruinado y angustiado, tal vez en vísperas de morir en el fuego, o bajo las granadas. Por ello Fiume, agitando una antorcha, bailaba ante el mar.”4
Pero el reino del Diputado de la Belleza tenía objetivos políticos que D’Annunzio se tomaba en serio: groseramente, impedir que Fiume fuera anexionada por el nuevo reino, luego república federal de Yugoslavia (1945-1992), que Italia y Francia les habían ofrecido a los serbios, a espaldas de los italianos. El Tratado de Rapallo, con la oposición del presidente Woodrow Wilson, se firmó en 1920, y Fiume quedó como ciudad independiente. Mussolini la ocupó en 1922 y en 1947 la recuperaron los partisanos del mariscal Tito, ejerciendo una estricta limpieza étnica ante el silencio cómplice de los comunistas italianos y de los comunistas yugoslavos.
D’Annunzio, quien escribió una Carta de Carnaro para legislar sobre su ciudad adriática, no tenía fuelle para dar una batalla perdida por su propia, episódica e imaginaria obsesión, conformándose con que la retuviese Italia. Pero lo intentó y en aquella Navidad de 1920 italianos fueron bombardeados por italianos. Había puesto una pica en Flandes muy cerca del corazón de ese odiado imperio de los Habsburgo, que odiaba por católico (el poeta era francmasón) y pacato. El Comandante D’Annunzio fue advertido varias veces de que tenía que dejar Fiume, junto a su sueño de una república dalmática dentro de una monarquía, la italiana. Los legionarios (liderados por Luigi Bakunin, un sobrino de Mijaíl) se prestaron a resistir –Mussolini se cruzó de brazos y aceptó el Tratado de Rapallo– pero, una vez que D’Annunzio decidió rehuir el martirio de san Sebastián, se retiraron malheridos.
Serra, en L’Imaginifico. Vita di Gabriele D’Annunzio se pregunta si Fiume fue un prototipo de Estado fascista. Sí y no. Poseía esos elementos de caos voluntarista que generalmente aplaca un jefe como Mussolini, no como un D’Annunzio, quien pretendía, a la vez, un Estado corporativo y libérrimo, ultramoderno y medieval, en esos días tan confusos del Bienio Rojo (1919-1920) en que si la extrema izquierda hubiese reclutado a Mussolini, su victoria habría sido posible bajo esa bandera.5 Finalmente, Gabriele D’Annunzio tenía demasiadas deudas, amantes que reencontrar o seducir por primera vez, versos y novelas pospuestas, muebles y baratijas que recuperar (hubo de ser Mussolini quien rescatara para él bibliotecas y gabinetes que le habían incautado por impecune). Además de seguir coleccionando amores pasajeros y obras de arte dudosas, rodeado de sus lebreles, no tenía tiempo para ser, también, un utopista del Renacimiento. Me permito reescribir un poco la cita del crítico francés André Suarès que Maurizio Serra utiliza como epígrafe de su biografía: “Tanto imaginó D’Annunzio, que todo lo echó a perder.” ~
Maurizio Serra
L’Imaginifico. Vita di Gabriele D’Annunzio
Traducción del francés de Alberto Folin
Venecia, Neri Pozza, 2019, 736 pp.