“Yo siempre le dije a Javier que cuando me jubilara me iría a vivir cerca del mar. Que con el finiquito de mi jubilación me compraría un terrenito en esa isla que tanto me gusta. Que vería la manera de poner una cafetería a la orilla del mar y le advertía que me iría con él o sin él.”
El teatro se inunda de un olor a aguachile: cebolla, pepino, limón. Las luces del proscenio iluminan a Griselda Triana. Permanece de pie frente a un atril del que lee su testimonio. Conoció a Javier Valdez en la universidad. Se casaron, formaron una familia. “Aunque aún no me jubilo, la idea sigue en pie, pero lo haré sola porque a él lo asesinaron.” La sentencia es contundente. Después, describe su proceso de duelo. Habla de reconstrucción, de restauración, de resignificación. “Si estoy viva, me preguntaba y me pregunto siempre, ¿por qué seguir anclada al dolor y la tristeza?” Desde hace algunos años colabora con otras familias víctimas de la violencia hacia periodistas. Familias criminalizadas, revictimizadas, estigmatizadas, invisibilizadas y sin acceso a la justicia. Junto con ellas constituyó la asociación Propuesta Cívica para contribuir a promover y defender los derechos humanos y el derecho a la libre expresión.
El escenario se llena de reproducciones del proyecto Vestigios (2015) en el que Félix Márquez, fotoperiodista especializado en la cobertura del combate contra el tráfico de drogas en México, la migración, los derechos humanos y la niñez en América Latina, retrata objetos recuperados por las familias de periodistas asesinados: la gorra de Yolanda, la cámara y la credencial de Guillermo Luna, el parlante de Moisés Sánchez, el estuche de Gregorio Jiménez de la Cruz, la fotografía de Miguel Ángel López Velasco junto a su hijo Misael en la redacción de Notiver.
“Quería capturar algo más que sus historias”, dice en su comparecencia, “quería retratar lo que los identificaba, los pequeños detalles que los hacen humanos. Pensaba en los objetos que llevaban consigo, en las herramientas que usaban para contar la realidad y me preguntaba: qué quedará de mí si un día me toca. Porque en Veracruz siempre pensaba: tú eres el siguiente”.
Los periodistas aguardan su turno sentados en una sala de espera a plena vista. Al centro, una mesa con bebidas que pueden tomar a su antojo. Detrás de ellos, una pantalla. Se proyecta el fragmento de una entrevista a Marcela Turati. En escena, ella escucha su voz resonar en la sala, se acomoda el cabello, parece nerviosa, fuera de su elemento. Avanza hacia el proscenio y se sienta en un banco lista para rendir su testimonio. “No sé cómo va a salir este experimento”, asegura, “siempre había contado otra cosa sobre los talleres que damos a periodistas, pero hoy me venía algo que nos pasó en 2014, que nos atravesó como generación […]. Estábamos en Periodistas de a Pie cuando nos llama una colega de Veracruz y nos dice: ‘se acaban de llevar a Gregorio’”. Se refiere a Gregorio Jiménez de la Cruz. “Dijimos: tenemos que hacer algo, no podemos quedarnos indiferentes.” Cuenta cómo se unieron para exigir su libertad, cómo tomaron las calles. “Sentíamos que podíamos salvarlo.” Cerca de llegar a la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos cometidos contra la Libertad de Expresión, un mensaje: una fosa, tres cuerpos, uno de ellos el de Gregorio torturado y decapitado. “Llegamos llorando a la fiscalía.” Gregorio se había puesto en riesgo por necesidad. Publicaba para ganarse la vida. “Sabíamos que ganaba 20 pesos por nota […]. Coatzacoalcos estaba tomado por los Zetas, no se podía escribir sobre las desapariciones y él escribía.”
Después, Marcela explica que ella misma estuvo en peligro. Fue una llamada de su padre: “me acaban de hablar, dicen que te van a levantar, ya van por ti”. Le pusieron escoltas durante el día –solo durante el día–, le dieron un teléfono quemado y un botón de pánico. “Uno tiene que picarle y a ver si contestan”, dice mientras muestra el curioso artefacto a los espectadores.
Carlos Manuel Juárez, periodista del golfo de México y director del portal independiente Elefante Blanco en Tampico, Tamaulipas, insiste en lo complicado que es separar su vida personal de la labor profesional. Habla de frente al público. “Ayer en la mañanera Claudia acabó una discusión como mi mamá acaba las discusiones.” Explica que Santiago, uno de sus terapeutas, descubrió su motivación para ser periodista en la investigación que emprendió a los siete años para descubrir las razones del divorcio de sus padres. También afirma que le da coraje la gente de la Ciudad de México que vive en una burbuja de privilegio y no mira a los estados. Todo reluciente, aquí no pasa nada, “no hay desaparecidos y si hay desaparecidos hacen un censo en donde aparecieron porque se vacunaron”. En la Ciudad de México le tocó encontrarse consigo mismo: “¿A quién le tienes miedo? A ti mismo. Porque uno como periodista no tiene sentido común y se arriesga demasiado y hace cosas que no tendría que hacer. Pero como uno tiene idealizado que le tiene que servir a la población, hace y va.”
Reyna Haydee Ramírez es originaria de Hermosillo, trae consigo la novela El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, su libro favorito. Asegura que su nombre viene de la novela y que la trama no gira en torno a la venganza, sino a la esperanza y la justicia. Habla del taller que tomó con García Márquez para desmenuzar la novela de no ficción. Ahí, dice, aprendió la importancia de hacer más creíble la realidad. Salió de Sonora luego de ser encañonada en una mina y por conflictos con un gobernador: “con eso de querer preguntar, de querer saber, pues nunca he sido muy cómoda, jamás”. Todos los días, como parte de su protocolo de seguridad, hace una ruta distinta de su casa al trabajo. ¿Hay lugares donde te sientes insegura?, le pregunta el entrevistador. “Sí”, dice Reyna, “en mí misma”.
Para escenificar esta pieza, Teatro Línea de Sombra (TLS) se aleja del terreno de lo ficcional para presentar la realidad. Este espectáculo, presentado a finales de marzo en el Teatro de Casa de la Paz, se define desde el inicio como un artilugio escénico, una pieza sin ensayos. Se trata de una conversación testimonial y fragmentaria que busca reconstruir la memoria social desde la memoria individual. La pieza no sigue un plan fijo o una dramaturgia determinada, los periodistas en escena son coautores de la pieza a partir de la oralidad. Cada vez que relatan su experiencia le dan cuerpo a la obra y a la memoria, ellos son el archivo, el documento vivo.
Desde las premisas del teatro documental y la escena expandida la pieza de TLS parece volver a la semilla del teatro: el convivio. Después de los aplausos nos invitan a compartir el aguachile de Griselda afuera de la sala. Entonces las convenciones se rompen, las luces se encienden, los cuerpos se liberan de la butaca, el movimiento trae consigo la palabra, risas, conversaciones, empieza el qué te pareció, el qué viste, las dudas, las certidumbres. Ahora nos toca a nosotros dar nuestro testimonio. El teatro vuelve como un ejercicio de encuentro, de uno frente al otro, de un cuerpo frente a otro cuerpo. Lejos queda la idea de un teatro documental que apuesta por la objetividad y el distanciamiento. En el convivio entre cuerpos, dentro y fuera de la escena, permean las subjetividades. El testimonio, afirma Pilar Calveiro, es memoria viva cuando se presenta como una práctica ética, como un acto de resistencia política que demanda justicia y se articula con los nuevos sentidos del presente. Y pareciera ser que, precisamente bajo la lógica del convivio –del presente teatral–, empezamos a reflexionar no solo sobre aquello que hemos visto y oído, sino sobre la realidad que todas y todos vivimos. El convivio también es un ejercicio político. Quizá la burbuja del privilegio no se rompe de golpe, sino ante el contacto ineludible con lo real. ~