El filósofo Friedrich Schleiermacher pensaba que existían dos formas de traducir: o se llevaba al lector hacia el autor, o se llevaba al autor hacia el lector. Más que la clasificación, me gusta la imagen para describir lo que Andrés Ehrenhaus hizo en Los 154 haikus de Shakespeare (La Fuga, 2018): arrancó al bardo de su Inglaterra isabelina y se lo llevó a la Argentina actual dando un largo rodeo para pasar por Japón. Llegó irreconocible: literalmente hecho cachitos y voseando al son del tango. Pero no nos apresuremos a indignarnos por ver desfigurado a un clásico. Digamos que fue un viaje amistoso entre William y Andrés, y recorrámoslo con ellos.
Ehrenhaus ha traducido al español varias obras de Shakespeare, pero la que nos interesa como punto de partida tuvo lugar en 2009, cuando se encargó de una nueva versión de sus Sonetos con motivo del cuarto centenario de su publicación original. Casi una década más tarde, volvió a meterles mano, esta vez sin preocuparse por ocultar sus huellas, y convirtió cada uno de ellos en un haiku. Se dice que siempre se pierde algo en la traducción, y él no escatimó en pérdidas al reducir los catorce versos de cada soneto (pentámetros yámbicos en el original y endecasílabos en su traducción) a solo tres de 5, 7 y 5 sílabas con tal de, en sus palabras, “llegar a la frágil y sutil tensión de los poemas japoneses. Se trataba de arriesgar la pérdida de casi todo para recuperar apenas una esencia, unas hebras, un peso leve, un juego de luces y sombras, una gota de sudor o de hiel”.
Pocos fragmentos pasan inalterados del soneto en español al haiku; la mayor parte del tiempo Ehrenhaus reformula para resumir el sentido del poema original o hacer surgir uno nuevo que yacía entre líneas. Así, el primer verso del famosísimo soneto 18 (“Shall I compare thee to a summer’s day?” o, en la versión de Ehrenhaus, “¿Por qué igualarte a un día de verano?”) aun abreviado ocupa dos versos del haiku correspondiente, por lo que el tercero concluye tajante: “no te comparo / a un día de verano / ni falta que hace”. El lamento del 120, “qué torpe fui. / en nuestra noche triste / no hubo ni alcohol”, será menos metafórico, pero no menos expresivo tras suprimir el verso: “que friegue las heridas que nos unen”.
Estos breves poemas se ajustan escrupulosamente a la medida métrica, pero desbordan cualquier tipo de categorización que les quede estrecha: ya sea de la poesía shakespeariana, de la traducción o del mismo haiku. Si no fuera por el título del libro, sería difícil reconocerlos como tales, dada la ausencia de características tradicionales del género como el tema de la naturaleza y las estaciones del año. La proliferación de verbos en primera y segunda persona o imperativos (rastro del yo lírico shakespeariano y sus constantes apóstrofes) también resulta disruptiva frente a las imágenes objetivas y sensoriales del haiku japonés, conformado predominantemente con sustantivos y pocos verbos impersonales que indican acción presente o intemporal. Paradójicamente, la reescritura de Shakespeare, que parecería lo más ajeno, es a la par una de las afinidades profundas con las manifestaciones más tradicionales del haiku, pues reescribir, imitar o glosar a poetas precedentes es una convención del género, un ejercicio poético común que en la tradición japonesa no es considerado plagio, sino una forma de veneración a los maestros.
No es raro que el haiku en español se distinga de su ascendiente nipón; algunos críticos incluso prefieren considerarlo un género independiente. Su historia involucra otra trama de traducciones y viajes: José Juan Tablada, su introductor al idioma a inicios del siglo XX, no lo importó directamente desde Japón, sino desde Francia, adonde había llegado antes mediante versiones e incomprensiones inglesas. Ese rodeo se refleja en su primera adopción bajo el nombre de haikai y en la atribución de cualidades no solo ausentes sino reñidas con el género tradicional japonés como las de ser epigramático, humorístico y ligero. Manifestaciones semejantes a las de Tablada se propagaron pronto en España y América Latina oscilando entre las tendencias opuestas por acentuar el exotismo oriental y darle un sabor local. Fue hasta la segunda mitad del siglo cuando una segunda ola del haiku hispánico se inspiró directamente del japonés. Sin embargo, la huella de la primera no desapareció; es perceptible en el libro de Ehrenhaus, aunque su originalidad no deja de ser notoria también para esta tradición.
Si en los Sonetos el traductor se ajustó al tú estándar, asociado en su país a un registro poético, elevado o culto, en los haikus no tuvo empacho en utilizar el voseo y las conjugaciones propias de la oralidad argentina. Bajó el registro de sus versiones perceptiblemente, dejando incluso que se colase jerga lunfarda, y le subió el volumen a la música: a los ecos de los boleros y tangos que con sorpresa había percibido en los poemas originales, no solo por la temática del deseo, el desamor, el abandono o los celos, sino por “su ritmo próximo al sollozo en ocasiones, a sus dramáticos altibajos y sus lánguidos estribillos”, como advierte el propio traductor. Así logró algunos de los poemas más bellos de la colección, como los haikus 131: “mujer tirana. / no hay nada negro en vos / salvo tus actos”; 132: “tus ojos negros / ven que me desdeñás. / por eso el luto”; o el 140: “mentime, amor. / decime que me amás / o te calumnio”.
¿Los 154 haikus de Shakespeare son en verdad de Shakespeare? ¿Se le pasó el cuchillo a Ehrenhaus? Como muchos, él también creyó alguna vez que, al traducir, su intervención debía pasar desapercibida. No fue Lawrence Venuti, el teórico que abandera el tema de la visibilidad del traductor desde la traductología, sino la experiencia con la materialidad de los textos literarios la que lo hizo cambiar de idea:
Yo, más que nada, soy traductor. Es decir, matarife […] Por invisibles que nos consideremos y por poco que nos vean los lectores, nuestros pegajosos deditos están por todas partes y nuestros tajos, suturas e injertos son más evidentes de lo que nos gustaría. Descreo del traductor que no tenga el delantal manchado de sangre y un buen cuchillo de trinchar en la mano. Ojo, no estoy justificando la masacre del original: allá cada cual con su conciencia. Una cosa es un buen bife de lomo y otra un amasijo de carne mal picada. Pero que hay sangre, hay sangre.
Acaso de la metáfora del traductor matarife pueda extraerse otra: la del lector comensal que prefiere ignorar cómo llegó la carne a su plato (salvo cuando algo no le sabe bien y busca un culpable). Quitarse esa venda es un primer paso para saber distinguir entre un buen corte y un amasijo mal picado. Y para disfrutar una dieta más variada: aún en su “receta original” los sonetos de Shakespeare están servidos en nuestro idioma en una gran variedad de sazones. Pero, para variar, ¿no se te antoja algo diferente? ~