El trapo

Hábil para reconocer el brillo de lo doméstico y aquello aparentemente anodino, el escritor Fabio Morábito publicó en la revista Vuelta algunos fragmentos de lo que posteriormente constituiría su libro Caja de herramientas (1989). Presentamos este texto que apareció en el número 127 en junio de 1987.
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El trapo generaliza. Nada de finezas con él. Nada de que yo pensé, creí, me dijeron, que esto y lo otro. ¡Al diablo! Es lo que exclama siempre el trapo: ¡Al diablo! No se anda por las ramas. Borrón y cuenta nueva. ¿Qué haríamos sin el trapo? Nos sofocarían nuestras escorias. Para salvarnos tendríamos que desplazarnos, dedicarnos al nomadismo. El trapo, en cambio, ayuda a establecernos. Es el pequeño viento del hogar, lo que aligera la casa. El brillo que deja en lo que toca es parte del brillo del primer asentamiento, del primer encantamiento. Levanta toda la negligencia reunida, es el silencioso e incansable reedificador del primer día. Cada trapeada dice: “¿Se acuerdan?” Trabaja por absorción, por frotación, por reunión, por empuje, por simple asimiento. Cada trapeada realza lo sustancial y pone en su debido lugar lo secundario y adjetivo. El trapo ama, venera los nombres. Es el perro guardián de los títulos; todo lo que es atributo, efecto, emanación, transpiración, lo saca de quicio, le parece una gran pérdida de tiempo; es más, le parece el tiempo, que es lo que aborrece sobre todas las cosas. Es parmenidiano. Ama el ser fijo, el ser esencial. Cada trapeada, si pudiera, excavaría un foso en torno a cada cosa, la dejaría más alta y más visible, más ella misma. Es la pasión del trapo: aislar, desbrozar, dejar más erguido. En suma, volver a nombrar. Pues el trapo tiene capacidad de asombro, de estar como si acabara de aparecer. Es el extranjero de la casa, el enviado de un mundo servicial que carga con el polvo y la basura del nuestro. Pero ese mundo no es otro planeta, es el fuego, el fuego que es siempre otro mundo, extranjero, lejano, mágico. El trapo es un subordinado del fuego; es un fuego a la mano, es una de las pequeñas divinidades del fuego. Es un fuego aplicado.

Como el fuego, obra por cerco, por sofocación. Desmantela entornos, corta vecinazgos y ligaduras, deja en asedio, a secas, sin aire; borra lo que es rebaba derivativa, pacto, apellido; sustrae del contexto, deja todo carente de procedencias, en condición de epitafio; hace, pues, subrayados, de ahí su movimiento pendular, de ida y vuelta; pone en cursivas, como el fuego, sin crear nada. Es más, para el trapo hay demasiado creado, demasiada paja y repetición; si por él fuera, el mundo se reduciría a bien pocas cosas, pero todas esplendentes, altivas y memorables; el mundo como un amplio museo de pisos lustrosos.

El trapo, pues, ama los orígenes. Cada trapeada es una inmersión en el origen. Y puesto que el origen se aleja, el trapo se ve obligado a frotar y frotar, atravesando más capas para recuperar la cosa original, la cosa como es. Trapear es remontarse. El trapo no conoce el adelante, solo progresa en el pasado. Cuando trapeamos, detenemos el mundo, nos inclinamos sobre nuestras posesiones, las acercamos al fuego, las volvemos a fijar en su sitio. “¡Fuera los otros!”, exclama el trapo. ¿No es la misma exclamación secreta de la chispa que desata un fuego, el mismo recogimiento brutal, la misma introspección violenta? La chispa es un recado del origen, por eso solo el animal que hace fuego, el hombre, es capaz de adueñarse de su medio, solo él es capaz, en cada fuego, de robar algo profundo. Lo mismo el trapo; todo lo que recubre el origen, que lo embadurna, desata su acaloramiento; pues una vez que entra en acción, el trapo es furia, pillaje, bandolerismo.

Trabaja por nubarrones; mil órdenes lo embeben, es un caldo de órdenes. Nada se endurece en él, nada da un paso atrás. Imaginemos a un gran número de hombres apostados sobre unos riscos; a una señal, se echan al mar unos tras otros, zambulléndose cada uno sobre los calcañares del vecino, en la misma espuma, como tantos guijarros tirados por una mano. Así funciona el trapo, por alarma, por deslave costero, por manotazo invernal. Sin el concepto de costa el trapo no existiría; de haber puras superficies continuas bastaría con escobas y recogedores; ¿qué hace el recogedor sino poner un límite al tonto optimismo de la escoba, decirle alto, aquí se acaba la suciedad, aquí se acaba la tarea, el monólogo, el chismorreo? El trapo no ignora nada de esto. Su movimiento a arco, pendular, asmático, sabe de lo trunco y esquinado del mundo, sabe en consecuencia aprovecharse de esa provincianidad, de ese regionalismo pululantes. Se le encomiendan siempre tareas concretas, brillos específicos, esmeros localizados. Lo demás no es de su incumbencia; y es por ahí, por los costados, donde tira su carga de irresolución. Ya lo hemos dicho: trabaja por razzia costera. Puede incluso decirse que el trapo, puesto que las cosas tienen esquinas y bordes, no resuelve ningún problema, solo los posterga o los encomienda a otros. La escoba, la jerga y el cepillo son algunos de los encargados de soliviar los tiradores del trapo. De ahí ese sentimiento de fatuidad que nos produce ver a alguien trapeando. ¡El polvo no se acaba, solo se despeña!, quisiéramos gritar. Y sin embargo, cuando el trapeo ha terminado, nos sentimos mejor. Sentimos que es justo que todo se haya desmoronado por los márgenes con tal de que la faz de lo que nos rodea relumbre plenamente. Porque somos sentimentales. Y es a media altura, en el corazón de las cosas, ahí donde el trapo se ha sumergido, que sentimos que el fuego del primer día, el que nos da un hogar, se sostiene más puro y a sus anchas. ~


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