Mi grand tour

Más de quince millones de estudiantes han participado en el programa Erasmus desde su creación en 1987. La iniciativa ha establecido lazos entre los europeos y ha facilitado el intercambio educativo y cultural, y ha hecho más accesible estudiar en otros países y otras lenguas. Esta es la historia de una de esas experiencias.
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Empecé la universidad el año en que mi hermano mayor se fue de Erasmus; él hacía filología inglesa, así que se fue a la Universidad de East Anglia, en Norwich. Yo pasé el mes de septiembre en los suburbios de Grenoble, en un pueblo francés al pie de los Alpes, donde vivía mi tío con su mujer y su hija de tres años. A cambio de pasar las tardes con la niña, me regalaron un curso de francés para extranjeros en la Universidad de Grenoble, era uno de esos cursos que ofrecen las universidades para los estudiantes de otros países. Me acuerdo aún de dos chicos brasileños que parecían dos jugadores de rugby de la selección nacional de Sudáfrica: hablaban muy poco francés, pero la comunicación medio fluía porque estaban convencidos de que yo les entendía cuando hablaban en portugués. Conocí a un alemán y me hice casi amiga de una chica con la que escuchábamos discos de Patti Smith y canciones de Gilberto Gil mientras esperábamos a que la lavadora a monedas terminara el ciclo. Cada mañana un autobús me dejaba en el centro de la ciudad y allí me subía al tranvía para llegar hasta la universidad. A la hora de comer había terminado y deshacía el camino de vuelta a casa. Leía y ponía a Brassens mientras esperaba que mi tía llegara a casa con mi prima. Supe que me había ganado su confianza y su cariño cuando empezó a pedir que fuera yo a limpiarle el culo después de hacer caca.

Volver a Zaragoza, mi ciudad, me pareció un rollo. Tener que esperar un par de años para hacer mi Erasmus era demasiado. Quería irme, vivir en una residencia, juntarme con gente de otros lugares en una cocina comunitaria y fracasar en el intento de preparar una tortilla de patata. Quería subirme en tranvías y tener que aprender un camino y un idioma. Había tomado todas las decisiones equivocadas: quería ser actriz y quería irme de Erasmus a Francia y me había matriculado en filología hispánica. Todo era una especie de peaje que yo pagaba para conseguir otra cosa: estaba en la universidad para apuntarme al grupo de teatro universitario, iba a clase (menos a latín), tomaba apuntes y hacía los exámenes con esa actitud un poco chulesca y arrogante propia de la juventud. Era como si dijera: no pertenezco aquí, os estoy usando, lo que sea. Quería irme a París.

Entre tanto, hice amigos en la facultad, hice amigos en el grupo de teatro, me eché un novio… pero me iría de Erasmus a París. Rellené la solicitud, desde el punto de vista académico a todo el mundo le parecía un disparate: ¡irse a París a estudiar literatura española! Hay hispanistas no españoles, pensaba yo, que ya había cursado literatura española de la Edad Media y literatura de los Siglos de Oro y se me aparecía el nombre de Jean Canavaggio hasta en sueños. Canavaggio era el director de la Historia de la literatura española de Ariel, además de encargarse del tomo iii, el del siglo xvii. La traducción de ese tomo, por cierto, es de Juana Bignozzi, poeta y traductora argentina a la que descubrí muchos años después, gracias a la película Las poetas visitan a Juana Bignozzi, de Laura Citarella y Mercedes Halfon. Nuevo meandro: lo importante no era llegar sino el camino.

Me fui a París con mi novio, no habría residencia ni comidas en cocinas comunitarias, solo si nos invitaban. Vivíamos en el distrito 18, si nos asomábamos a la ventana, sacando el cuerpo fuera e inclinando un poco la cabeza, lográbamos ver Sacré Coeur. Era un apartamento diminuto, treinta metros cuadrados, un quinto piso sin ascensor pero con una encantadora escalera de madera en caracol, en el que el inquilino anterior había dejado una insistente plaga de cucarachas. Estaba en La Goutte d’Or y se veían las vías del tren desde las ventanas de la cocina y del dormitorio. También se oían pasar los trenes pero nunca nos molestaban porque éramos jóvenes y felices. Cada mañana salía de casa y caminaba hasta una boca de metro de la línea 4, en Châtelet me cambiaba a la línea 7 y me bajaba en Censier-Daubenton. La mayoría de las asignaturas que había elegido eran fáciles: solo se leían dos libros por cuatrimestre, uno de literatura española, otro de literatura hispanoamericana. Borges y Valle-Inclán en el siglo XX; Cárcel de amor y fragmentos de crónicas de Indias. Son los dos profesores que recuerdo: Serge Salaun y Olivier Biaggini. Me sentaba con otra estudiante española, Marta Espinosa, de Ávila (hace mucho frío allí, decía siempre, qué se puede esperar de una ciudad que es famosa por una muralla, ¡una muralla!, repetía, y luego nos reíamos). Marta sigue en París. Tuve otros profesores: había una mujer que nos daba clase de no sé qué y que acudía al acupuntor por mi barrio. La recuerdo flaca y pequeña, tan poca cosa que hasta la aguja de un acupuntor me parecía demasiado para ella. Había una estudiante no vidente de origen turco; había una rumana bastante guapa que me preguntó qué sabía de su país y dije: conde Drácula, Nadia Comaneci, Ceaușescu; había una francesa un poco pija aspiracional que tenía el pelo liso y moreno y las uñas cuidadas.

Me cambié de asignaturas, dejé las que eran muy francesas para mí después de suspender un examen. La profesora estaba convencida de que no tenía el nivel, pero no por el idioma, ella creía que era algo cultural: lograr comprender el método francés de pensamiento no era algo que se pudiera hacer en un mes. Tesis, antítesis, síntesis, no era para tanto. Pero tenía muchas faltas de ortografía, pocas ganas de discutir y una ciudad que comerme. Me acuerdo de una asignatura que se daba en una clase alargada en la que el profesor hablaba de pintura prerrafaelita.

Iba al cine, iba a pasear, me compré una bici y ya no tenía que ir en metro. En el camino de vuelta a casa desde la facultad pasaba por el teatro de Peter Brook, y todo el barrio olía a curry. Iba a las grandes cadenas de librerías con mi hermano mayor, que ese curso estaba de auxiliar de conversación en Évreux, y no podíamos creer que los libros fueran tan baratos: nos pasábamos horas en las estanterías de libros de bolsillo de segunda mano, la rebaja sobre lo barato. También paseábamos por las librerías cool de la ciudad, pero casi no comprábamos. Me sentaba a leer en cualquier lado: delante del Pompidou, en Montmartre, en los parques. Vivía en un estado de felicidad total, ajena al peligro de mi barrio lumpen total –ahora gentrificado, pero donde aún se puede ver a vagabundos bajándose los pantalones en mitad de la calle–, con una candidez que hacía que creyera que podría toparme con Milan Kundera en la explanada de Notre Dame, tal y como me había dicho un señor, tuareg, lector de Céline, al que conocí en mi barrio y con el que quedaba para hablar de libros.

Por entonces llevaba siempre gorra, de esas que estaban de moda, como la que lleva Jeanne Moureau en Jules et Jim cuando corren por el puente. Por supuesto, era a quien yo copiaba. Y eso que no es de mis pelis favoritas de Truffaut, pero esa carrera… Mi novio también se compró una bici y recuerdo la luz y la sensación de una mañana después de toda una noche sin dormir en la que acabamos cerca del Observatoire de París.

Lo más importante que me pasó en París fue que me hice escritora y fue casi por pereza: el escritor Félix Romeo me pedía que le contara todo lo que me pasaba, lo que hacía, las pelis que veía, etc. En lugar de mandarle correos electrónicos, me abrí un blog y empecé a llevar siempre un cuaderno conmigo en el que escribí lo que luego sería mi primer libro: París tres –el manuscrito se llamaba 66, rue Stephenson, descartado; hay una peliculilla experimental que dura 2’24”, es una pieza de una serie de Friedl vom Gröller, es el mismo edificio en el que viví mi año del descubrimiento, pero otro piso–. Entonces quería ser actriz, ya lo he dicho, hice teatro amateur inspirado en Pina Bausch, mucho entusiasmo y no sé cuánto talento en realidad. Había otra española en la función, me cayó mal casi instantáneamente, pero no por prejuicio sino por intuición, que se corroboró pronto (“eso es reCortázar” le dijo al director de la función, argentino, cuando él le decía que se iba a un café a leer) y que se ha ido reafirmando con el tiempo. Han pasado veinte años y la vida no es como los dibujos animados: a los repelentes no les caen pianos en la cabeza cuando van andando por la calle. Me acuerdo mucho de una de las actrices, se llamaba Juliette y tenía unas tetas descomunales. Iba en una bh sin marchas, fumaba cigarrillos liados por ella misma y siempre los liaba finísimos, todo en ella era un poco afilado y fino: la nariz, los labios, ¡hasta los pechos enormes y picudos! Vivía cerca del canal Saint-Martin y me la imaginaba tomando cerveza en las terrazas y siendo tan francesa. Quería pronunciar las eses como lo hacía ella.

Pero lo más importante que aprendí en París fue que la vida era hacer cosas pensando en otras y que luego esas te llevarían a otras y la sintaxis se iría enredando enredando y solo tenías que dejarte llevar con un poco de confianza y cierto espíritu de aventura. Aprendí entonces que escribir es una disposición, aunque lo comprendí del todo hace muy poco. ~


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