El crimen del pastor Stephens

Vals para lobos y pastor

Ernesto Lumbreras

Ediciones Era

Ciudad de México, 2024, 184 pp.

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Un artista plástico no delimita su talento a una disciplina. Un pintor, por ejemplo, además de cultivar el dibujo y plasmar sus resultados en grabados y litografías, puede incursionar en la escultura o incluso la cerámica. En literatura, por el contrario, nos hemos acostumbrado a la especialización: un poeta solo será poeta y un novelista, novelista. Si acaso, concederemos que el uno escribirá ensayos y el otro templará la pluma en formatos de menor extensión, como el cuento y el relato. En las letras mexicanas, los autores todoterreno son escasos. Entre los ejemplos que acuden a nuestra memoria, pensaremos, en primer término, en Alfonso Reyes, el polígrafo por antonomasia, en José Emilio Pacheco, y, probablemente, en Gerardo Deniz o Vicente Quirarte, aunque no sean los únicos. A esta nómina selecta debemos añadir a Ernesto Lumbreras.

Reputado como poeta –irrumpió intempestivamente en la escena literaria al obtener el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes con Espuela para demorar el viaje en 1992–, paulatinamente consolidó fama como lector atento, crítico perspicaz y erudito ensayista, amén de prestigio como editor, antólogo y conocedor de las artes plásticas. En poco más de una década, Lumbreras se ha decantado hacia la prosa. Como ensayista, aparte de cosechar diversos premios (Premio Bellas Artes de Ensayo Literario “Malcolm Lowry” 2013, Premio Internacional de Ensayo Siglo XXI 2014, Premio Iberoamericano “Ramón López Velarde” 2021), nos ha brindado modelos de crítica inteligente; sea el periplo biográfico de López Velarde en la Ciudad de México (Un acueducto infinitesimal, 2019, al que, por cierto, saludé en las páginas de esta revista) o de los simbolismos de uno de nuestros grandes pintores en La mano siniestra de José Clemente Orozco (2015). Añádase que en estos años ha publicado igualmente testimonio y cuento, y coincidiremos en que Lumbreras amerita el mote de “polígrafo”.

En 2022, por Vals para lobos y pastor, obtuvo el premio “Rosario Castellanos”. Aun cuando el nombre del galardón especifica que es para “novela breve”, esta obra, que a finales de 2024 publicó Ediciones Era, no lo es tanto: ronda las doscientas páginas. Narrada en primera persona, relata la vida de John Stephens, víctima de la intolerancia religiosa en el siglo XIX. Por remitir a hechos verídicos, parecería un ejemplo de novela histórica, específicamente, de la microhistoria –sospecha fundamentada en que, anteriormente, el autor abordó el tema en el opúsculo histórico El crimen del pastor John Stephens–, surgida de un interés por las raíces personales, pues el pastor protestante murió en Ahualulco de Mercado, solar natal del autor; una continuación de la veta que excavara en Donde calla el sol (2016), todavía circunscrito al hemisferio poético, y en la que ahondara en Ábaco de granizo (2022), donde ya la poesía se entreveraba con el relato y el verso, a fuer de canto rodado, derivaba en cuento. Más aún, como asenté en mi recensión, la híbrida escritura insinuaba ya aires novelescos al trazar correspondencia con otro testimonio del amor a la matria: La feria de Juan José Arreola.

Nada, sin embargo, nos había preparado para esta novela en la que el prodigio y el infortunio determinan el destino del protagonista. Su derrotero vital, pletórico de peripecias, involucra diversos registros: novela de iniciación; novela de aventuras que toca todos los subgéneros –marítimo, del Oeste– y, a medida que nos internamos en los desfiladeros de la temprana madurez, novela fantástica. Además de que, asimismo, puede leerse como la historia de una conversión y un martirologio que cumple con las secuencias de la hagiografía. Es cierto que el detonante proviene de los anales históricos: el linchamiento de John Luther Stephens, acaecido en 1874 en el contexto de la apertura de la libertad de culto de la República Restaurada gracias a las Leyes de Reforma. Como contraparte, se nutre igualmente del imaginario mitológico y medieval: una figura protectora es Merlín; y, para que el protagonista cumpla su hado, hay también hadas auténticamente madrinas, que semejan una vibración de cocuyos, aunque la noche no sea criolla, sino californiana. Esta mezcolanza que continúa la promiscuidad textual de Ábaco de granizo, bien podría suscitar cierta reticencia. Mas toda resistencia cede ante el brío narrativo de Lumbreras, quien se entrega gozoso a la fabulación sin ocultar su deuda con la literatura juvenil y los clásicos decimonónicos, mediante la popular intertextualidad de la que hoy disfrutan hasta los niños –gracias a Shrek y Toy story–; amén de las cualidades de su prosa, que por igual recurre a las figuras retóricas propicias, que con pericia calcula los tiempos y los silencios necesarios para otorgarle buen viento a su navegación.

Además de guiñar a poemas como La canción de amor de J. Alfred Prufrock y, particularmente, a La balada del viejo marinero, cuyo trasunto permea lo mismo a Poe que a Taylor Swift –y ya que andamos entre swifties, mencionemos la evocación de Jonathan con su Modesta proposición–, el relato entrega al lector la llave de oro para abrir el cofre de la tradición en la que se inscribe. Más aún, el narrador protagonista nos permite asomarnos al maletín de los libros que templaron su personalidad; y no sería aventurado reconocer en ellos la inspiración tanto para la trama como para su estilo: Ivanhoe de Walter Scott y los Ensayos de Francis Bacon. Menos visibles, aunque presentes, son otros ascendentes: la obra de Gesualdo Bufalino, la saga del Grial, las novelas de caballería y la hagiografía cristiana, aunque el héroe no sea católico.

Mención aparte merece el libro que parece guiar y confrontar el destino del protagonista: la Historia de la conquista de México de William Hickling Prescott, pues una clave textual es la denuncia del envilecimiento que propician la rapiña y la avaricia, cuyas dos caras acuña la moneda del oro. El celebrado espíritu de frontera al que aludió jubilosamente Donald Trump en su discurso inaugural se plasma aquí como un afán de dominio. Por ello, la conquista del Oeste se lee a trasluz de la conquista de México por Cortés; la codicia que movió a los conquistadores es idéntica a la que anima a los gambusinos californianos; y el expansionismo estadounidense de la doctrina Monroe, repetición de aquella expoliación. Y, en una reverberación luminosa, Stephens, a través de su derrotero que asimila las etapas del recorrido dantesco en la Comedia y al comprender los peligros que entrañan para el alma la pareja funesta de avaricia y lujuria, terminará rechazando dichas tentaciones para aceptar su vocación y su misión.

Obra de fina orfebrería verbal, con memorables frases de alta poesía, Vals para lobos y pastor es una lección de composición narrativa. Desde el inicio se trazan los elementos que serán simbólicos y determinarán posibles recorridos de lectura: la codicia y la fábula del rey Midas como bajo profundo que acompaña la vida del protagonista; la asociación de la emigración a una nueva tierra como la fundación de una Nueva Jerusalén; el acecho del mal como leitmotiv y su representación o alusión como una jauría de lobos que acechan a las víctimas, sean los pretendientes de la joven viuda madre del protagonista, los tratantes de esclavos, los torvos compañeros de la mina o la chusma fanática. Diestro maestro para manejar los hilos de la trama, Lumbreras incorpora visiones que si bien funcionan simbólicamente, también resultan prolepsis, es decir, augurios a través del sueño y el delirio, los cuales insinúan, matizan y enfatizan las rúas para la hermeneusis por venir. Por otra parte, la revelación del carácter fantástico del narrador remite tanto a las Memorias póstumas de Blas Cubas –un libro celebrado por Juan Rulfo– como a Desde mi cielo de Alice Sebold –como la protagonista, igualmente una víctima, el fantasma Stephens intenta influir en los acontecimientos de los vivos. ~


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