Gerardo Vieyra

Compañeros de cueva

En sus discursos y celebraciones, AMLO ha impulsado una visión del México prehispánico en el que no existían la codicia ni la maldad. Como los tlatoanis del pasado, el presidente busca exorcizar la conquista con trucos de ilusionismo.
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El Templo Mayor de Tenochtitlan fue un símbolo de opresión para todos los pueblos conquistados por los mexicas porque ahí se sacrificaba a los guerreros cautivos para darle “su tortillita” a Huitzilopochtli. En ese marco escenográfico, López Obrador conmemoró el 13 de agosto los quinientos años de la conquista de México, donde hizo una fuerte condena del imperialismo español. Ningún presidente de México puede aplaudir la conquista, pero aprovechar esa efeméride para rendir homenaje al imperio mexica, tan cruel y rapaz como el español, ante una pirámide evocadora de sus matanzas, equivale a celebrar en Auschwitz la unificación de Alemania. Si se trataba de rendir homenaje a las culturas prehispánicas, el presidente pudo haber guardado un minuto de silencio por las víctimas de ambos imperios, pero entonces la ceremonia no habría servido para sembrar discordias entre los mexicanos de hoy, y eso era lo que buscaba el presidente, ávido de reemplazar al sumo sacerdote de Huitzilopochtli. Ninguno de los pueblos sojuzgados por los mexicas desearía volver al modelo de civilización que AMLO idealizó para denostar el de la conquista, pero con tal de enconar viejos odios de clase y de raza, ¿a quién le importan los ríos de sangre tlaxcalteca, huasteca, zapoteca y otomí que corrieron por la escalinata del Templo Mayor?

En el discurso de López Obrador predominó el revisionismo histórico de brocha gorda. “La conquista fue un fracaso”, declaró, reincidiendo en la valerosa manía de lanzar bravatas a Carlos V, tras haberse arrodillado ante Donald Trump. “De qué civilización podemos hablar –añadió– si se pierde la vida de millones de seres humanos y la nación, el imperio o la monarquía dominante no logra en tres siglos de colonización ni siquiera recuperar la población que existía antes de la ocupación militar.” Como su rotunda condena, basada en argumentos demográficos, abarcó los tres siglos del virreinato, un periodo histórico más prolongado que el México independiente, ahora sus seguidores incondicionales tienen un arduo reto por delante, si de veras quieren renegar de esa herencia maldita: aborrecer su código genético, la lengua que hablan, el culto guadalupano, los chiles en nogada, la poesía de sor Juana, los retablos barrocos y un sinfín de horrores perpetrados bajo el dominio español. Una mutilación de tal magnitud engendraría un patriotismo esquizoide, y tal vez por eso, ni los más radicales paladines del nacionalismo revolucionario se atrevieron a negar que la conquista y la colonia forjaron la nacionalidad mexicana, en la misma proporción que las culturas indígenas. ¿Hubiera sido un éxito dejarlas intactas hasta nuestros días? ¿El fracaso de los conquistadores incluye a los conquistados? ¿El mestizaje fue un accidente histórico deplorable? ¿Somos la metástasis de un tumor ancestral?

Hay una secreta afinidad entre el pensamiento mágico de los viejos tlatoanis, tal como lo describen las fuentes indígenas, y la ofensiva propagandística del caudillo erigido en árbitro supremo de nuestra historia: la proclividad a exorcizar la conquista con trucos de ilusionismo. La crónica Señores de Tenochtitlan refiere una curiosa leyenda sobre la inmortalidad de Nezahualpilli:

10 Acatl (1515). En este año murió el señor Nezahualpilli, tlatoani de Tezcoco, que gobernó durante 44 años. Y si bien se dice que murió el dicho Nezahualpitzintli, en realidad no murió, sino que solo se fue y desapareció, aunque no se sabe adónde. Muchos antiguos creen y dicen que se metió a una cueva que está en el cerro Tetzcotzin, cuando supo que ya venían los españoles a establecerse y gobernar aquí, porque esto lo sabía el dicho Nezahualpilli, que era un gran sabio y hechicero.

((tres crónicas mexicanas, textos recopilados por Domingo Chimalpáhin. Paleografía y traducción de Rafael Tena, Conaculta, Cien de México, p. 303.))

Es probable que el hijo de Nezahualcóyotl haya sabido antes de morir que habían llegado hombres blancos y barbados a las costas de Yucatán, pues, según Motolinía, hacia 1510 llegó a la costa del Golfo un baúl que contenía trajes, armas y joyas de un conquistador español. Por esas mismas fechas encalló en el Caribe, durante una travesía de Jamaica a Cuba, la carabela donde viajaban Gonzalo Guerrero y Jerónimo de Aguilar, los únicos sobrevivientes del naufragio, que llegaron moribundos a Chetumal. Los emisarios de Moctezuma y los de su poderoso aliado, el tlatoani de los acolhuas, los tenían al tanto de todo lo que pasaba en esas regiones y quizá desde entonces empezaron a temer el encuentro con los alienígenas de ultramar. Al referir el sobrenatural ocultamiento de Nezahualpilli, el cronista buscaba, sin duda, mantener viva la creencia en el posible retorno a la civilización sepultada por la conquista.

No solo el rey de Texcoco recurrió, “según los antiguos”, a esa evasión de topo ante la amenaza que representaban los españoles: a Moctezuma se le atribuye un intento de fuga muy similar cuando las huestes de Cortés ya marchaban a Tenochtitlan, a pesar de sus insistentes negativas a recibirlos. Miguel León-Portilla recogió esa leyenda en su Visión de los vencidos: “Cuando oía Moctezuma que mucho se indignaba sobre él, que se escudriñaba su persona, que los ‘dioses’ mucho deseaban verle la cara, como que se le apretaba mucho el corazón, se llenaba de grande angustia […] y andaba meditando en irse a meter al interior de una cueva.” Buscaba llegar así a la casa de Cintli, la diosa del maíz, en la región de los muertos, pero, según los informantes de Sahagún, ni siquiera tuvo valor para darse a la fuga, tal vez porque el descenso al Mictlán implicaba también graves riesgos. Hay otras leyendas, sin embargo, que proclaman la inmortalidad de Moctezuma, como si una fuga posterior hubiera tenido éxito. La coincidencia con el subterfugio atribuido a Nezahualpilli deja entrever que las cuevas, en la imaginación popular, eran un espacio inmune a las mudanzas del tiempo y a los vuelcos adversos de la fortuna, un refugio inviolable donde los tlatoanis preservarían su poder y su dignidad.

Los anales de los mexicas empiezan con la salida de Chicomóztoc (lugar de siete cuevas o cueva con siete grutas), y cuando la civilización prehispánica empieza a derrumbarse, los desesperados tlatoanis de México y Texcoco intentan retornar a las entrañas de la tierra. Chicomóztoc es otro lugar mítico, el equivalente de la oscuridad que reinaba antes de la creación. Los anales de Chimalpáhin empiezan a registrar la historia de las tribus nahuatlacas a partir de que abandonan ese agujero negro, sin atreverse a conjeturar lo que sucedió antes. En la mitología nahua, las cuevas eran, pues, salvoconductos a un edén intemporal que los españoles nunca podrían invadir. En ese reino encantado Moctezuma y Nezahualpilli siguen gobernando a sus pueblos, cobrando tributos, desvirgando doncellas y sacrificando cautivos en las pirámides.

No creo que José Clemente Orozco haya tenido presente la función de las cuevas en el pensamiento mágico de los mexicas cuando pintó el mural Cortés y la Malinche en el Colegio de San Ildefonso. Pero como el mural tiene una clara intención alegórica, en vez de ubicar al conquistador y a su amante en un escenario realista, los pintó en el interior de una gruta. A los pies de la pareja hay un indio sin rostro a quien Cortés pisotea, en alusión a la violencia de la conquista. Pero si Orozco deploró los atropellos de los españoles, en cambio bendijo el mestizaje. El primer español y la primera india que procrearon en medio de las matanzas no son Adán y Eva en el paraíso terrenal: más bien parecen padres infernales, pero como esa pareja es el origen más remoto del México moderno, Orozco la envuelve en una atmósfera de misterio sagrado. Aunque no se lo haya propuesto, su pintura alegórica entronca simbólicamente con el mito de Chicomóztoc. Tanto los pueblos nahuas como la raza cósmica surgen de una placenta rocosa.

((Véase Itzel Rodríguez Mortellaro, “Malinche en el siglo xx: un mural de José Clemente Orozco”, Noticonquista.))

No es una casualidad, por supuesto, que Orozco haya pintado ese mural por encargo del secretario de Educación José Vasconcelos, el panegirista más exaltado del mestizaje. Algunos creen que la ideología de la patria mestiza buscaba defender los privilegios de los criollos y ocultar desde entonces la explotación y la marginación de los indios, pero no me parece justo atribuirle intenciones tan maquiavélicas a Vasconcelos ni a Orozco, pese al carácter demagógico que años después adquirió el indigenismo bajo la dictadura del pri. Las autoridades educativas de aquellos años querían formar mexicanos orgullosos de serlo, no seres atormentados o rencorosos con propensión a victimizarse. Los libros de texto nunca tacharon de “fracaso” la conquista ni la colonia, pero intentaban evitar que un parto tan cruento siguiera causando estragos espirituales. Octavio Paz, en El laberinto de la soledad, prescribió la medicina más eficaz para asimilar la conquista sin convertirla en un trauma incurable o en un factor de discordia. Su ensayo tal vez inspiró la frase de Jaime Torres Bodet inscrita en la Plaza de las Tres Culturas: “El 13 de agosto de 1521 cayó Tlatelolco en poder de Hernán Cortés, heroicamente defendido por Cuauhtémoc. No fue triunfo ni derrota. Fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy.”

Aunque López Obrador militó en el PRI hasta 1988 y añora el sistema político mexicano de los años setenta, su obsesión por fomentar odios que puedan redituarle beneficios electorales lo ha incitado a romper con la versión oficial de la historia que le tocó estudiar en la escuela. Si su partido se perpetúa en el poder, seguramente la educación pública dará un viraje al nacionalismo nativista. Desde el bautizo de su partido insinuaba ya la intención de enfrentar a los morenos contra los blancos. Por desgracia, en esa tarea, la clase media y la burguesía mexicana le han prestado una gran ayuda. La discriminación del indio y del naco, propagada como la gangrena, sobre todo entre los juniors engreídos, abonó el terreno para que surgiera un racismo visceral de signo contrario. Mientras los pobres diablos con dinero desprecien al de abajo o al de color oscuro, el populismo tendrá buenos argumentos para movilizar a sus clientelas. En los ensayos “El naco en el país de las castas” y “Los cobradores” intenté rastrear los orígenes y los efectos de esa grotesca ilusión de superioridad que antes era más o menos subterránea, pero ahora se ventila sin recato en las redes sociales.

(( El primero está incluido en Las caricaturas me hacen llorar; el segundo, en Giros negros.))

 De ahí surge, por un efecto de búmeran, la superioridad moral, igualmente ilusoria, que todos los días cacarea nuestro máximo cultivador de resentimientos. Por fortuna, el mestizaje sigue siendo el mejor antídoto contra el racismo heredado de la colonia. El sueño dorado del presidente, convertir la arena política en una guerra de castas, se ha estrellado contra ese baluarte de fraternidad, que ojalá resista sus embestidas.

Los criollos predominan en el equipo de López Obrador y él mismo es nieto de un español. Frente a una realidad tan palmaria, sus intentos por crear un patriotismo étnico parecen contradictorios, paternalistas o cínicos. Su discurso indigenista, sin embargo, tiende a crear la impresión de que el México prehispánico fue una edad de oro donde no existían la maldad, la codicia, ni los abusos de poder. Tanto el moderno tlatoani como su legión de creyentes se han fugado a la cueva donde Moctezuma y Nezahualpilli reinarán hasta el fin de la eternidad, venerados por los macehuales, a salvo de la maligna influencia europea. Los demás seguiremos luchando a la luz del sol por revertir el fracaso del que nacimos. ~

(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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