Fulano y redentor,
arribaste al pesebre
sin reino y sin incienso,
enclenque, malparido,
paticojo, forzado
–y a tanta desventura le aplicaste
una gambeta indescifrable.
Apilada en tribuna,
la turba de tus pares
robusteció tu credo:
al Destino
burlarlo con las patas,
quebrarle la cadera
con un amague raudo
–y a cada nuevo quite
aplazar la condena,
finta tras finta
restaurada.
Y si la inapelable
te sometió a la postre,
lo consiguió en la raya,
en el último tramo del cotejo.
En estricto sentido,
consciente como estabas
de que todo es perder
y todo es dilatar
la unánime caída,
la tuya no fue pérdida
sino el certero alcance
de una derrota conocida.
Por eso en esta fecha
inmemorable
divorciada del múltiplo y del cinco,
el ganador culposo
arrellanado en mí, que siempre pierdo,
quiere canjear tu nombre
por un mero recuento de tus dones:
dipsómano atareado
en el celeste ardid
de las metamorfosis;
enemigo confeso
del vano ahínco muscular;
modesto militante del garlito,
el mismo en apariencia
y sin embargo indescifrado;
cirrótico curtido en el desorden
y el insolente sol de las favelas;
cadáver disectado
en desbordante olor de indigestión
sobre el mármol forense de la noche;
soporte del Cualquiera
y de un montón de sueños florecidos
a pesar del insomnio y de tu siglo;
sujeto y narrador de tus hazañas;
sombra cantada por un coro extinto;
sueño intacto y fugaz. –
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