La intensa presión de la Casa Blanca para que el gobierno mexicano se comprometa a combatir la “intolerable vinculación entre políticos y crimen organizado” llegó a su nivel máximo con el retiro de la visa a la gobernadora de Baja California, Marina del Pilar Ávila. Ese gesto de poder se acompañó además con una clara muestra de desconfianza hacia la presidenta Sheinbaum, quien aseguró no haber sido informada por el gobierno de Estados Unidos. Al parecer la buena relación y el respeto que se tienen los mandatarios de ambas naciones –según dice la propia Claudia Sheinbaum– no incluye ese tipo de cortesías.
Hay que precisar que el nivel máximo se refiere solo a estos primeros cuatro meses del caótico reinado de Trump, porque muy probablemente los actos de chantaje y presión escalarán mucho más. Tim Golden, miembro de la agencia de noticias ProPublica, adelantó, en un reportaje sobre el tema, que hay consenso en la Casa Blanca para irse con todo contra el mayor número de políticos mexicanos corruptos; que desde hace años tienen una lista de varias decenas de políticos, incluidos algunos de alto nivel, y que la cancelación de la visa es apenas la sanción más leve, pues se puede llegar a congelar activos financieros e iniciar investigaciones penales para llevarlos a juicio. También está la solicitud de intervenciones militares. Ninguno de los entrevistados por Golden quiso o pudo adelantar cuál y cuándo será el siguiente paso.
No profundizo en el dilema que enfrenta Claudia Sheinbaum pues ha sido señalado hasta la saciedad en los últimos días: proteger, en nombre de la soberanía nacional, a muchos de sus correligionarios en su gobierno, en el Congreso, en su partido, en los gobiernos locales estados y a lo mejor hasta en los alrededores de Palenque, o emprender una campaña para comenzar a limpiar la casa y facilitar de esa manera la desarticulación de las organizaciones criminales, con el riesgo de un cisma político interno.
Pero hay dos problemas de fondo. Por un lado, descifrar y entender las múltiples modalidades de ese ya lugar común que es la vinculación entre el “campo político y el campo criminal” (para utilizar la terminología de Luis Astorga, pionero del tema), porque las variedades, la profundidad y complejidad de los arreglos entre políticos y delincuentes son cada vez mayores y sus implicaciones más dañinas. Por otro lado, perfilar los componentes de una estrategia eficaz que vaya más allá de acciones espectaculares con solo impacto político, para cubrir el expediente, dotar de ánimo justiciero a las autoridades en turno y contentar a sus seguidores ávidos de venganza y circo.
Las modalidades antiguas
El espacio de esta colaboración obliga a sintetizar un tema que da para un libro entero. Bastará con señalar algunas modalidades. No es lo mismo sobornar policías, ministerios públicos y jueces en forma individual para que les faciliten sus actividades a los delincuentes, que adueñarse de instituciones enteras, como sería poner a toda la policía de un municipio al servicio de una organización criminal para que funcione como centro de información e inteligencia, como brazo armado y hasta para trabajos de transporte y logística. Recuerden el papel de las policías de Iguala y Cocula la noche que desaparecieron y asesinaron a los 43 normalistas de Ayotzinapa.
Otro nivel más profundo es cuando, además de controlar a la policía municipal, se apropian por entero del ayuntamiento, es decir, del alcalde, su equipo de gobierno, el presupuesto y toda la información (catastro, licencias municipales, beneficiarios de programas sociales, etc.) y lo ponen al servicio del negocio criminal. Reconfiguran a las instituciones estatales, pues en lugar de estar al servicio de la sociedad, su nuevo objetivo es facilitar y ampliar la actividad criminal. Uno de esos servicios de enorme relevancia es el de tener control de un territorio. Esto lo hacían Los Zetas y la Familia Michoacana gracias a la ley de la plata o plomo. Aunque podría haber algunos alcaldes cómplices, al principio era una sumisión violenta y los presidentes municipales no tenían respaldo policial, militar ni político para oponerse.
El siguiente paso y nivel de la estrategia criminal de vinculación política es la generación de una red de protección política y social a nivel estatal: compran policías estatales, agentes de ministerio público, diputados locales, funcionarios de las fiscalías, algunos jueces; toman el control de las cárceles, someten a los periodistas de la fuente, amenazan a los directores de medios, se asocian con empresarios locales para lavar dinero. Además de ampliar y fortalecer el control territorial, esta red les presta nuevos servicios: impunidad, legitimación y normalización, ya que, ante la evidencia pública de la complicidad entre el aparato político estatal con los criminales, la sociedad queda indefensa, sin muchas opciones para cambiar la situación. Entonces se adapta, convive, trata de minimizar riesgos, colabora voluntaria o forzadamente. Se produce la normalización con el nuevo estado de cosas, que es una especie de legitimación tácita de la gobernanza criminal en varias regiones y estados del país.
Debe señalarse que detrás de este proceso de captura de las instituciones del Estado por parte de las organizaciones criminales hay una debilidad estructural que pocas veces es señalada: la carencia de fuerzas estatales suficientes y confiables que defiendan a los políticos cuando son amenazados para someterse. No tienen a quién recurrir, pues las policías estatales y municipales o están controladas por los delincuentes o son claramente insuficientes en número y armamento frente a los cárteles.
Las nuevas modalidades, cortesía de la 4T
Si estas modalidades de la vinculación entre crimen organizado y autoridades e instituciones políticas ya son terribles (sinaloenses, michoacanos, tamaulipecos guerrerenses sufren sus consecuencias día a día desde hace varios años), lo que hemos visto a partir de 2018, con la puesta en marcha de la estrategia de los “abrazos y no balazos”, ha llegado a niveles insospechados y de consecuencias más graves. Tres fenómenos dan cuanta de esa profundización de los vínculos.
Macroempresas criminales conjuntas. Hace 18 años, el robo y comercialización de hidrocarburos lo hacían pequeñas bandas regionales: perforaban ductos, almacenaban la gasolina robada en bodegas improvisadas y lo vendían en algunas pocas gasolineras, a baños públicos, ladrilleras y a pie de las carreteras; en el gobierno de Peña Nieto tuvo un crecimiento acelerado y su auge lo alcanzó durante el sexenio pasado. No obstante que AMLO decretó en varias ocasiones su desaparición, Pemex registró más de 14 mil tomas clandestinas en 2024. Pero ya no se trataba solo de la “ordeña” de ductos, pues el negocio adquirió otro nivel al incorporar: a) la importación masiva de gasolina y diésel (primero en pipas, ahora en barcos) bajo otra etiqueta que evita el pago de impuestos y permite su venta a un precio muy inferior al del mercado; b) el robo de crudo en México, su traslado a Texas para ser refinado en empresas estadounidenses y, ya convertido en gasolina o diésel, se exporta de nuevo a México también bajo otros rubros para evadir los impuestos y ser comercializado.
El negocio para las organizaciones criminales y funcionarios involucrados (también criminales) compite por el tamaño de sus rentas con el narcotráfico y el tráfico de migrantes. En 2023, el volumen de combustibles robado de las tomas clandestinas fue de 4.7 millones de barriles, diarios con un valor anual de 20 mil millones de pesos de pérdidas para Pemex. El huachicol fiscal es un negocio mucho mayor, ya que según datos de la SHCP recopilados por Petro Intelligence, en 2024 se importaron ilegalmente casi 19 mil millones de litros de gasolina (30% del consumo nacional) que significaron una pérdida para el fisco de 177 mil millones de pesos (485 millones de pesos diarios).
La sofisticación del negocio y de la organización y la logística empresarial es evidente: información abundante de Pemex, infraestructura de transporte gigantesca, redes de corrupción en todas las aduanas y algunos puertos (Altamira y Ensenada, por lo menos), compañías navieras, transportistas, refinerías en Estados Unidos, compañías exportadoras e importadoras, agencias aduanales, estaciones de servicio, etc.
Así, en términos de nuestro tema, la vinculación entre política y crimen organizado, se tiene un macronegocio, ya no producto de la amenaza de los delincuentes sobre los funcionarios, sino de un negocio conjunto en el que la organización delictiva inicial –encabezada por Sergio Carmona, asesinado en 2021– establece vínculos con dirigentes de Morena y Aduanas para hacer posible el negocio que, en la medida en que prosperó, fue involucrando más y más funcionarios (SAT, las Aduanas a cargo del ejército, la Guardia Nacional, las Administraciones portuarias a cargo de la Marina, gobiernos estatales y municipales) y nuevas organizaciones criminales, como el CJNG. Es un fenómeno nuevo: ya no es el alcalde indefenso que tiene que rendirse ante el poder de los AK-47; es una miríada de funcionarios, de miembros de las fuerzas armadas y del partido gobernante, ávida de enriquecerse a lo salvaje, asociados con los peores criminales a costa de desfalcar descomunalmente las arcas públicas y las finanzas de Pemex, cuyas pérdidas anuales oscilan los 200 mil millones de pesos, dos veces el presupuesto de la Secretaría de Salud.
Hegemonía política y control territorial. La violencia política y el financiamiento de campañas electorales no son fenómenos inaugurados por los gobiernos de la 4T, pues desde hace varias décadas había indicios de su existencia, pero eran fenómenos muy localizados. Los gestos amables de López Obrador con la mamá del Chapo, las constantes visitas a Badiraguato, la liberación de Ovidio, las frases amigables hacia los integrantes de los cárteles, la no captura de ningún capo fueron señales de que las organizaciones criminales no eran enemigas del Estado. En un par de ocasiones, en julio de 2022 y mayo de 2023, el expresidente manifestó su disposición hacia pactos implícitos o diálogos con organizaciones criminales como medio para reducir la violencia. Reconoció tácitamente esa conveniencia, aunque sin formalizar tratados o acuerdos formales por parte del Estado.
Esa actitud benevolente del presidente se tradujo en pasividad de las fuerzas armadas, cuya presencia se limitaba a ser disuasiva, pero sin éxito. Las bandas delictivas entendieron la política presidencial como permiso para avanzar en sus objetivos de ampliar territorios y diversificar las rentas sociales y económicas que le arrebataban a la sociedad. Pero ello suponía seguir capturando instituciones estatales por las buenas o las malas. La violencia política se disparó. Un reporte de México Evalúa afirmó que, “de acuerdo con datos del proyecto Votar entre Balas, el número de víctimas de violencia político criminal a nivel nacional incrementó en 218.8% de 2018 a 2024 al registrase 1,643 víctimas (considerando, en ambos años electorales, el periodo de enero a agosto). Del mismo modo, dicho problema se ha extendido geográficamente, al pasar de 126 municipios afectados en 2018 a 217 en 2024”.
Muchos morenistas leyeron la política de los abrazos como un permiso para buscar acercamientos con el fin de conseguir recursos y fuerza para ganar elecciones. En 2021, la prensa nacional y local documentó la participación de organizaciones criminales en favor de los candidatos de ese partido en por lo menos tres entidades: Sinaloa, Tamaulipas y Michoacán. Es muy probable que esos acuerdos existan en muchas otras entidades sin que hayan sido reportados en su momento; a lo largo de los últimos meses nos hemos dado cuenta de vínculos del crimen organizado con autoridades de Guerrero, Morelos, Chiapas, Tabasco, Veracruz, Jalisco, Estado de México, Baja California, Durango…
Basado en estos hechos e indicios, el ex senador Roberto Gil planteaba en un seminario realizado hace poco que estamos ante un fenómeno inédito de las relaciones entre crimen y política: en varios estados Morena y las organizaciones criminales han construido un acuerdo mediante el cual el partido en el poder se hace de la vista gorda para facilitar las actividades delictivas a cambio de que los criminales les ayuden a ganar elecciones con dinero sucio, violencia contra los opositores y miedo a los ciudadanos. En otras palabras, control de territorio a cambio de hegemonía política. De paso se asesinan democracia y estado de derecho, pero qué importa. Coincido con esta hipótesis del nuevo objetivo y nivel de las antiguas relaciones entre el poder público y la delincuencia; habrá que analizarla y estudiarla más, pero por desgracia, los datos apuntan hacia ella. Ojalá y no se haga nacional esa estrategia que han adoptado en algunas entidades. Lo terrible es que sacrifican sin piedad al pueblo, para decirlo en los términos que le dicen algo a los morenistas.
¿Entrega del Poder Judicial?Por si lo anterior no fuera muy grave y pudiéramos pensar que con ese pacto ya se llegó a lo peor, la realidad nos vuelve a dar sorpresas. Pese a que desde el primer momento en que se anunció la posibilidad de que los jueces fuesen electos por voto popular se apuntó el riesgo de que poderes fácticos, entre ellos las organizaciones criminales, se apropiaran de los juzgados, AMLO, Sheinbaum, consejeros jurídicos, legisladores y seguidores de Morena lo rechazaron y minimizaron; se aferraron a su voluntad de poder autoritario encubierto en consignas ideológicas: “le tienen miedo al pueblo”, “México es el país más democrático del mundo”.
Ahora, ante los gigantescos errores y desaseos legales, políticos, organizativos de la farsa en que han convertido la elección del próximo 1 de junio (con la complicidad de una parte mayoritaria del Consejo General del INE y del Tribunal Electoral Federal), tenemos como candidatos a jueces y magistrados a personajes con vínculos descarados con las organizaciones criminales. Y si ello no bastara, tendrán todas las facilidades para hacer ganar a quienes quieran en los juzgados y circuitos de su interés, por ejemplo, los juzgados de los penales de alta seguridad. Ante la evidencia de su irresponsabilidad, Fernández Noroña, Arturo Zaldívar y el INE tratan de evadirse infantilmente.
Así, la 4T está a punto de compartir con el crimen organizado el control del último bastión del Estado de derecho: la autonomía y confiabilidad de una parte del Poder Judicial. ¿Tienen idea de lo que están haciendo y de sus consecuencias? ¿Ingenuidad, soberbia, maquiavelismo? Solo ellos lo sabrán, pero de que sería un crimen contra los mexicanos como no se había visto en toda la historia del país, no hay duda alguna.
Celebro la presión de E.U. para que el gobierno de Claudia Sheinbaum no evada la “intolerable alianza del crimen organizado con los políticos”. Pero también sé que sus listas para retirar las visas y congelarles sus cuentas bancarias no bastan, y que sus eventuales intervenciones unilaterales no solo no arreglarán el problema, sino que pueden ser contraproducentes, especialmente si son de carácter militar. Requerimos de su colaboración y cooperación acordada conjuntamente, pero el esfuerzo sustantivo para solucionar el problema es responsabilidad nuestra. La primera decisión y tarea consiste en mandar el mensaje, desde la jefatura del Estado, de que será prioridad recuperar las instituciones y los territorios perdidos. Tiene que ser un mensaje fuerte y contundente. La pregunta es si Claudia Sheinbaum quiere y puede hacerlo, pues requiere dotarse de respaldos políticos, económicos y sociales fuera de su coalición gobernante, para evitar el abismo al que su partido y su dirigente real quieren llevarla a ella y al país entero. ~