Casa Rorty XLIII: Filosofía de la motosierra

El rol que debe jugar el Estado en los asuntos públicos ha sido objeto de debate durante siglos. A veces la intervención estatal es el problema y al mismo tiempo la solución.
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Antes de dirigirse a la nación alemana en su célebre Discurso, exhortación a la resistencia prusiana contra la ocupación napoleónica que atribuye al pueblo alemán la tarea de realizar la libertad humana en la historia, Johann Gottlieb Fichte desarrolló un pensamiento de raíz kantiana que trataba de reconciliar liberalismo y socialismo. Así sucede en El Estado comercial cerrado, una obra publicada en 1800 que puede traerse hoy a colación para hablar de un temas de nuestro tiempo: la llamada a reducir la burocratización estatal, ya sea en nombre de la libertad individual o como remedio contra el descontento popular ante la pobreza de los resultados del poder público en materias como el acceso a la vivienda o el manejo de la inmigración.

Es bien conocido el grito de guerra del presidente argentino Javier Milei, que enarbola una motosierra como símbolo de su asalto a la red institucional y financiera tejida por el peronismo durante las largas décadas de su hegemonía. Ahí tenemos también a Elon Musk y el equipo de ingenieros del llamado Departamento de Eficiencia Gubernamental (o DOGE), que se dedicaba en los inicios del segundo mandato de Trump a eliminar “grasa” de la administración federal estadounidense; no sabemos muy bien en qué ha quedado su desempeño una vez que los juicios anularon sus despidos masivos y la amistad entre Musk y Trump vio felizmente rebajada su intensidad.

Pero no se trata de una inquietud que afecte únicamente a libertarios y conservadores; los liberales a secas llevan mucho tiempo alertando contra la ineficiencia de las políticas públicas y la Gran Coalición formada en Alemania por democristianos y socialdemócratas ha sido presentada por el líder de estos últimos como la “última oportunidad” para la democracia ante el ascenso de los ultraderechistas de AfD. Bernd Ulrich, combativo periodista de Die Zeit, ha discrepado: no se puede apelar únicamente al individuo egoísta que rompe con la democracia cuando las cosas vienen mal dadas, arguye; los líderes políticos han de dirigirse a la mitad buena de la polis y ofrecerles una relación más saludable con el poder público. O sea, una que vaya más allá de la búsqueda de mejores estadísticas y recurra de manera apasionada al espíritu comunitario.

¿Poesía o prosa? Al otro lado del Atlántico, los progresistas Ezra Klein y Derek Thompson acaban de publicar un libro titulado Abundancia en el que —para escándalo de la izquierda norteamericana— denuncian la “escasez elegida” que sufre su país en materias como el parque de vivienda disponible o el suministro de energía barata. Afirman: “En el curso del siglo XX, América desarrolló una derecha que combatía al gobierno y una izquierda que lo trababa. Los debates sobre el tamaño del gobierno ocultaron la decreciente capacidad del gobierno”.

Y en esas estamos; aunque no estemos todos. Pues no faltan quienes sostienen que la ineficiencia del gobierno obedece al designio del “sistema”, empeñado en defender los intereses establecidos en detrimento de las mayorías populares. Tal como ha señalado Noah Smith en su blog, los críticos de Klein y Thompson que se sitúan a la izquierda del espectro ideológico insisten en la necesidad de desmantelar los monopolios y reducir el papel de las empresas. De ahí la existencia de dos agendas divergentes:

Los liberales de la abundancia se preocupan por las cosas que recibe la gente, mientras que que los progresistas anticorporativos se preocupan por quién ostenta el poder en la sociedad. A los progresistas les cuesta explicar de qué manera el cambio en la distribución del poder generaría mejores resultados materiales para las masas, pero eso no les inquieta demasiado; para ellos, reducir el poder empresarial es un fin en sí mismo.

Entretanto, habrá quien mire con envidia a los chinos: ellos no tienen que enfrentarse a esa “vetocracia” que, ya se encarne en las cámaras legislativas o descienda a la calle en forma de sindicatos o jubilados, entorpece la acción eficaz del Estado. En ausencia de competición electoral, el liderazgo puede ejercerse sin cortapisas. Y si más de un millón de chinos han de abandonar su hogar para dejar sitio a un gigantesco embalse, caso de esa Presa de las Tres Gargantas cuyo efecto disruptivo sobre la vida de más de un millón de desplazados ha sido documentada por el gran cineasta Jia Zanghke, pues los chinos se van y la presa se hace: ningún juez va a parar las obras.

Fichte y el rol del Estado

Pero volvamos a Fichte; demos un paso atrás a fin de saltar hacia delante. Este idealista alemán pensó primero que la ley moral concede al individuo el derecho inalienable a ejercitar su libertad en un marco constitucional cuya única finalidad legítima es el progreso moral de los ciudadanos; luego se dio cuenta de que la vida en sociedad impone límites forzosos a esa libertad y adujo que solo el reconocimiento mutuo —esto influyó sobre Hegel— genera una “relación de derecho”. Derivan de esa relación unos derechos individuales cuya violación es sancionada por el Estado, a quien se transfiere el poder de coerción con objeto de evitar un estado de guerra de todos contra todos. Fichte reconoce el derecho de propiedad y lo asocia al derecho de vivir del fruto de nuestro trabajo, correspondiendo al Estado la redistribución de los recursos y el control de la economía allí donde sea necesario. Y hete aquí que este argumento es llevado a su extremo por el autor en El Estado comercial cerrado, que bien puede entenderse como un anticipo del positivismo decimonónico y da perfecta cuenta de la bienintencionada ingenuidad de los primeros ilustrados.

Fichte sostiene que la verdadera libertad individual solo puede asegurarla un Estado que regule hasta el más mínimo detalle de la vida de sus ciudadanos. Por eso este breve trabajo, señala Jaime Franco Barrio en la introducción a la edición española publicada por Tecnos en su venerable colección Clásicos del Pensamiento, resulta desconcertante: ¿cómo es que un filósofo subjetivista que otorgaba prioridad al individuo reivindica un Estado autárquico que todo lo supervisa? A su juicio, Fichte deseaba mostrarse útil a ojos del joven rey Federico Guillermo III, a quien según parece había caído en gracia; súmese a ello que los principios revolucionarios cuya aplicación había apoyado en Francia —nuestro hombre provenía de un estrato social humilde y defendía la causa de los desfavorecidos— no habían logrado eliminar la desigualdad en la sociedad francesa. Su propósito, en consecuencia, era orientar la reforma del Estado alemán en una dirección favorable a la igualdad material y la libertad personal de los individuos. El resultado, sin embargo, es delirante.

Ahora bien, cualquier reformista podría adherirse a su reflexión inicial: no existe tal cosa como un estado de naturaleza, ya que los individuos siempre viven agrupados bajo algún tipo de constitución que define al “Estado real”; si concebimos un “Estado ideal” hacia el que encaminarnos solo será posible avanzar poco a poco bajo las constricciones impuestas por el status quo. O sea: “puede concebirse al Estado real formando parte del proceso de instauración progresiva del Estado racional”. Para llegar a B desde A, en suma, hay que contar con A. ¡Que se lo digan a Milei!

¿Cómo es, para Fichte, ese Estado ideal? Le parece que los derechos y deberes del poder público se han limitado en exceso; la misión del Estado es nada menos que dar a cada uno “lo suyo”, ponerlo en su propiedad y pasar a protegerlo. Todos deben disponer de los medios suficientes para subsistir, dice Fichte; solo el Estado puede proporcionárselos. Y para ello, habrá de dirigir una economía planificada y autárquica destinada a obtener aquello que luego redistribuirá. Por ejemplo:

El gobierno tiene que calcular los intercambios que tendrán lugar en la nación, así como la cantidad de manos que empleará tanto en general como en los diferentes sectores de los mismos (…). Por tanto, tiene que limitar el estamento del comercio a un cierto número de personas.

Pero Fichte va más lejos y, anticipando lo que hoy se dice sobre los turistas y los compradores foráneos de vivienda, escribe que el Estado debe asegurar a todos sus ciudadanos la “situación que resulta de este equilibrio de los intercambios” dentro de sus fronteras; para eliminar la posibilidad de que la influencia exterior altere con ese equilibrio, no tendrá más remedio que “prohibir a sus súbditos todo intercambio con los extranjeros”. Por otro lado, solo será posible el pacto comercial entre Estados cuando se trate de intercambiar aquello que cada uno es incapaz de producir: una suerte de “ventaja comparativa” a la manera de David Ricardo… restringida a los poderes públicos.

También corresponde al gobierno calcular cuántos trabajadores necesita cada sector, funcionarios públicos incluidos; el valor del dinero vendrá asimismo determinado por la voluntad del Estado. Fichte se ocupa de especificar los pasos que habrá de dar el Estado comercial así descrito para cerrarse sobre sí mismo y completar su transición hacia el Estado ideal. Nos dice que el pueblo rehusará protestar: “Nadie se empobrecerá ni se hundirá en la indigencia; tampoco sus hijos ni sus nietos, con tal que trabajen cuanto se les exija, según la costumbre general del país”. Este nuevo orden es “el único orden verdadero” y, sin embargo, parecerá molesto y agobiante a un conjunto de personas cuya emigración —señala Fichte— hay que tolerar: nada se pierde con ellas. Y, como si por si boca hablasen —psicofonía inversa— los enemigos contemporáneos del turismo de masas, añade:

El derecho a viajar por fuera de un Estado comercial cerrado está reservado para los intelectuales y para los técnicos de rango superior; ya no se permitirá a la ociosa curiosidad ni al afán de diversión llevar de un lado para otro su aburrimiento por todos los países.

Tourists go home! En cambio, intelectuales y científicos pueden viajar a otros Estados cerrados; los adelantos e invenciones de cada cual serán conocidos por los demás en nombre del progreso humano; los tesoros de la literatura extranjera “serán introducidos por unas academias pagadas para este fin”. Este gobierno cobra pocos impuestos, pues tiene pocas necesidades; si a ello se añade que no harán falta tropas para la guerra, ya que no habrá guerras, las relaciones con el pueblo serán “óptimas”. Tampoco habrá delitos, pues la fuente de estos —la miseria y la opresión— habrá desaparecido. En una nación así, pronto surgirán “un alto grado de honor nacional y un caracter nacional muy peculiar”. Viviremos, en fin y por fin, en el mejor de los mundos posibles.

Irónicamente, Fichte espera que esta sociedad cerrada produzca individuos felices, confiando en que el éxito del primer Estado que se transforme siguiendo esta hoja de ruta generará entre los demás un movimiento de emulación. La paradoja está a la vista: la libertad se ve fuertemente restringida en nombre de la propia libertad. En la distopía resultante —que el pensador alemán nos presenta como una utopía realizable— nada escapa al control del Estado; no se ve claro cuál habría de ser el contenido positivo de la libertad que se atribuye a los ciudadanos. Este intervencionismo radical anticipa los delirios comteanos y la praxis marxista-leninista: aunque la justificación del comunismo soviético fuera muy distinta, su raigambre ilustrada es innegable y remite a la confianza desmedida en la planificación racional.

No obstante, sería injusto condenar a Fichte por depositar sus esperanzas en el diseño racional de la sociedad: aunque la Revolución Francesa había descarrilado ya en 1800 de manera elocuente, la confianza en la capacidad humana para vivir conforme a los dictados de la filosofía y la ciencia —por oposición a la religión y las tradiciones—apenas empezaba a desplegarse en el resbaladizo terreno de la historia. No se trata de exculparlo; pensadores como Montesquieu, Constant o Adam Smith se mostraban mucho más sensatos cuando hablaban del cambio social o el alcance de la legislación. Sin embargo, Fichte nos proporciona en El Estado comercial cerrado una temprana lección: vigilemos la inclinación natural a creer que la sociedad se deja moldear por la razón como si fuera un barro al que sabremos dar forma sin mayores contratiempos. Es una enseñanza que vale para todos: también quien coge la motosierra cree que los resultados de su acción producirán efectos previsibles y contra ese optimismo también hemos de precavernos.

El gobierno es el problema y la solución

Más de dos siglos después, la burocratización de la acción estatal solo es una de las razones que explican la impotencia —relativa— del Estado ante los problemas sociales que causan mayor descontento entre los ciudadanos. Anda estos días el economista Jesús Fernández Villaverde promocionando un libro que ha escrito junto al también economista Francisco de la Torre sobre las disfunciones de la financiación autonómica española; a quienes denuncian que la inversión en infraestructuras públicas en Cataluña ha sido muy pobre, él responde que en la sociedad catalana es aficionada al nymbismo: la oposición de los residentes locales a que se hagan obras públicas que consideran molestas o medioambientalmente dañinas cerca de su patio trasero. Solo es un ejemplo: los actores de veto son sobreabundantes —sindicatos, funcionarios, pensionistas, movimientos sociales, plataformas de afectados— y los partidos no tienen mayor interés en estimular debates racionales sobre casi ningún asunto, ya que su prioridad es la difusión de relatos capaces de fidelizar su base electoral. Solo en sociedades maduras cuya cultura política se inclina a la racionalidad y donde los votantes castigan la pobre gestión pública encontramos alguna salida a esta patética ratonera: los españoles, mientras tanto, nos dedicamos a hablar de la inminente llegada del fascismo.

Pero incluso quienes deseen hacer algo al respecto discreparán sobre lo que haya de hacerse. Frente al énfasis de Klein y Thompson en una oferta de bienes básicos —energía, vivienda— estimulada directamente por la acción del Estado, el libertarismo desconfía del poder público y cree que el mercado proporciona él solito todas las soluciones imaginables. Por otro lado, ninguna de estas doctrinas opera en un espacio virgen: Klein y Thompson libran una batalla de ideas con la izquierda de su país a fin de reorientar el debate público norteamericano; el extravagante Milei quiere convertir a la Argentina deformada por el peronismo en una sociedad liberal. En ambos casos, se adivina una precariedad inquietante: nada garantiza que Klein y Thompson tendrán éxito; nada impedirá que el peronismo se reagrupe.

Nuestras sociedades carecen así de un consenso elemental acerca de lo que conviene hacer para empezar a resolver problemas cuyo diagnóstico ya es en sí mismo objeto de discrepancia; ahí tenemos la complacencia con que la sociedad española se toma la creciente insostenibilidad del sistema de pensiones o la imposibilidad aparente de alcanzar un pacto transversal sobre la vivienda. ¿Cómo podrían llegar a entenderse el partidario de la hiperregulación y quien entiende que facilitar la acción pública es la única manera de generar virtuosas corrientes de colaboración público-privada? De poco sirve elaborar una filosofía sensata de la motosierra si no se dan las condiciones necesarias para su puesta en práctica; máxime cuando siguen siendo mayoría quienes de modo espontáneo apuestan por el diseño racional —planificación, control de precios, supervisión administrativa— como solución más lógica a los problemas sociales. Klein y Thompson, claro, tienen razón: “No seamos ingenuos. Es pueril afirmar que el gobierno es el problema; tan pueril como afirmar que el gobierno es la solución. El gobierno puede ser el problema tanto como la solución, y a menudo es las dos cosas”.

Así es; pese a las simplezas con que las distintas familias ideológicas suelen afrontar —al menos en sus declaraciones públicas— el debate acerca de lo que corresponde hacer respectivamente al Estado y el mercado. No es que falte información: la experiencia histórica y los estudios comparados ofrecen una guía inmejorable acerca de los callejones sin salida de la acción pública; a nadie se le ocurriría defender el plan de Fichte a estas alturas. ¡Incluso en Cuba abren las puertas al turismo internacional!

Ocurre que los excesos del intervencionismo estatal no solo atañen a la eficacia en la resolución de problemas sociales, sino que de un tiempo a esta parte nos encontramos con el despliegue de un iliberalismo de diferente cuño: el que usa el poder público para decirnos de qué manera hemos de comportarnos en nuestra esfera privada. Hay donde elegir: nacionalistas etnoculturales, feministas radicales, libertarios propensos a la crueldad, conservadores evangelizantes. Son demasiados quienes creen que la autonomía personal es un fetiche del liberalismo ilustrado del que haríamos bien en prescindir. Y si bien no hay forma de evitar que la esfera pública se convierta en el escenario de una contienda entre diferentes cosmovisiones morales, es posible y sobre todo deseable restringir la tutela moral del Estado sobre los individuos.

Más allá de la promoción de los valores democráticos elementales, el poder público no debe inmiscuirse en nuestras vidas más de lo necesario. Algunos querrían que viviéramos en un Estado moral cerrado que hiciera con los intercambios personales lo mismo que Fichte quería hacer con los intercambios comerciales; solo así podrá reinar la justicia. Pero no es una gran idea, ya que nadie sabe cómo hay que vivir: nos corresponde a nosotros acertar o equivocarnos por el camino. ¡A ver si nos dejan!


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