La principal característica del gobierno actual es que se encuentra en descomposición. La primera vez que Pedro Sánchez llegó al poder a través de una moción de censura que se justificaba en la corrupción del Partido Popular. Se anunciaba un proyecto de cambio: modernización, transparencia, feminismo, cierto ánimo regeneracionista. Siempre tuvo problemas de credibilidad: enseguida se ocuparon algunas instituciones, aunque no se sabía cuánto duraría el gobierno; los aliados eran poco recomendables. En muchos casos el espíritu regeneracionista desapareció nada más llegar, si es que estaba. Parece que hubo tramas empezaron a actuar casi desde el principio. El discurso de la defensa de lo público, del mérito y del feminismo se traduce en colocar a amantes de pago en empresas que sufragamos todos. También vamos descubriendo, con variables grados de verosimilitud y gravedad, y en ocasiones muy cerca del presidente, casos de tráfico de influencias, conflictos de intereses y una impresión general de apropiación. El fiscal general del Estado está imputado por haber filtrado secretos para perjudicar a una rival política (presuntamente); la persona que tiene que combatir los crímenes se dedica a borrar pruebas de posibles delitos; el investigado da órdenes a quien lo investiga y si eso te parece raro es que eres un antiguo. Esa colonización de las instituciones va desde el Banco de España a la radiotelevisión pública, y se acompaña de interferencias empresariales y premios y castigos a los medios de comunicación. Uno de los objetivos principales es la provocación en sí: no solo colonizar, sesgar y mantener a algunas especies de la pirámide trófica comunicativa, sino que se note, porque eso alecciona a unos, polariza a todos y distrae de problemas más graves y actuaciones más decisivas, como una reforma chapucera y clientelar de la justicia. Esto ya es evidente y produce más fatiga y sarcasmo que adhesión o indignación. La hiperactividad comunicativa y las tentaciones autoritarias coexisten con la inoperancia: no habrá presupuestos, la realidad reafirma cada día una impresión de incompetencia, con un Estado deshilachado y unos responsables distraídos, en una legislatura que comienza con un acto corrupto (el cambalache de la ley de amnistía). El argumento que legitima las contradicciones –más allá de “el fin justifica los medios”: peor sería que gobernasen los otros– es que el Gobierno nos engaña, pero a otros los engaña más. Seguiremos así un tiempo, prolongando un estado de putrefacción y descomposición, con debates cada vez más banales y cínicos.
Este artículo apareció originalmente en El Periódico de Aragón.