En 1974, Tobe Hooper cambió la historia del cine de terror con una película que resultó una mezcla improbable. The Texas Chainsaw Massacre fue, a la vez, un filme violento y sutil, una reinterpretación macabra del road-movie y un porrazo inesperado al romanticismo bucólico de Hollywood. De pronto, the great outdoors dejó de pertenecerle a Dorothy y sus zapatos rojos para pasar a manos de un enmascarado tejano deforme y pegado, casi literalmente, a una motosierra. En esta era del cine freudiano (hasta Batman tiene motivos inconscientes para subirse al batimóvil), era cuestión de tiempo para que Leatherface, personaje canónico del cine de horror, fuera objeto de una reinterpretación. En la versión de Jonathan Liebesman, Leatherface nace, contrahecho, entre sangre y tripas. Adoptado por los Hewitt, un clan de dementes desempleados y hambrientos, el muchacho se acostumbra al filo del cuchillo mientras trabaja en un rastro. De ahí, todo es cuestión de tiempo para que los adolescentes desprevenidos tomen el lugar del ganado. La película es inclemente –como deberían ser todas las buenas cintas de horror– y efectiva: desde los tiempos de Hooper, la locura de los Hewitt nunca tuvo límites, ¿por qué habría de tenerlos ahora? ~
Poesía “de paso”: Carta escrita a los 30 años
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