Enfermo, agonizante, en una litera a hombros de sus sirvientes,
Rimbaud logra enrolarse en una caravana que lo lleva a Adén.
El mal de su rodilla inflamada, ese golpe de hacha incesante
que le parte la rótula,
le convierte en un infierno la travesía del desierto. Conocer
todas las torturas imaginables, no lo salva de soportar
una aún más cruda y dolorosa.
Rimbaud vuelve a casa,
pero, ahora que es rico, ninguna divinidad lo acompaña,
ninguna deidad caritativa.
Está solo, todo lo solo que se puede estar
cuando, desterrado de toda gracia, se llega al límite,
a la espera impaciente de lo que aún no se sabe, ni tampoco llega.
Días, semanas, también, de reflexión atormentada.
¿En esto va la vida? ¿En convertirse en un despojo
que hienas y buitres rondan?
La litera avanza, fantasmal, bajo el sol reverberante,
con el enfermo contando los días, las horas,
que faltan para alcanzar Adén y al fin embarcarse a Marsella.
¿Una maldición?
Pero lo suyo, irse a África, ¿no fue acaso la sumisión
–ajena a todo orgullo– a una tarea humana?
¿Aceptarlo y, entre una acción y otra, convenir,
incluso, con lo bajo y mezquino muchas veces de esta,
acaso no lo prueba?
¿Qué puede haber de más humano
que construir una vida allí en sus orillas y márgenes?
En ese oscuro peregrinaje, solo faltó borrarse el nombre. Ser nadie.
Hubo un tiempo, cierto, en el que sintió arder el corazón
bajo el aliento divino y, arrebatado, en la embriaguez del verbo,
conquistar lo que las palabras y la conciencia
aún no encontraban o desconocían.
Era apenas un adolescente
y en la mirada airada habitaba ya la extrañeza
de quien vive otras perplejidades
y tienta a la vez a la belleza, retándola.
Pero de esto Rimbaud no habla ni hablará después.
Aquellas son pertenencias divinas
que un día fueron suyas,
y no está bien volver la vista atrás
cuando un evento aún mayor lo espera
en aquel hospital de Marsella. ~
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