I
Hoy, la administración pública se halla en la encrucijada de la historia, amenazada por el descrédito y el desencanto. Desde los años ochenta, los cuestionamientos al Estado de bienestar en países del norte global y a los Estados desarrollistas en América Latina han puesto en duda la capacidad de las burocracias públicas para resolver los problemas sociales. La famosa frase de Ronald Reagan, según la cual el gobierno no es la solución, sino parte del problema, se ha convertido en un lugar común en el discurso de políticos de todo cuño. Desde Thatcher hasta Milei, pasando por López Obrador y Bolsonaro, la retórica antiburocrática ha sido extraordinariamente eficaz para justificar la privatización y el debilitamiento de la administración pública. A esto se agregan sucesivas olas de austeridad en el gasto público, que han deteriorado los servicios y reducido la calidad del empleo público. Como consecuencia, la desconfianza en la administración pública se ha generalizado.
Con todo, la crisis que enfrenta hoy la administración pública es distinta. Los retos y cuestionamientos ya no derivan únicamente de su tamaño, la corrupción o su ineficiencia. La administración pública está siendo desafiada de manera más fundamental porque los dos pilares centrales de su razón de ser están en peligro.
Por un lado, la democracia liberal, que establece los propósitos y límites de la administración y la dota de legitimidad, está en franca crisis. Sus principios y estructuras son cuestionados por el avance de un populismo iliberal que, lejos de ser pasajero, se ha consolidado como la nueva normalidad política en buena parte del planeta. La administración pública –las personas, las organizaciones y los procedimientos que la componen– deja de ser el instrumento para garantizar derechos y alcanzar objetivos definidos democráticamente y se convierte en un estorbo para que el líder carismático o el partido dominante impongan su programa político.
Por otro lado, cada vez se ve con mayor suspicacia al conocimiento científico, la expertise técnica y la profesionalización. Se desconfía de los expertos y se afirma que “gobernar no tiene ciencia”. Se presume que un algoritmo o un operador político con sentido común gestionará mejor los asuntos públicos que la “pesada burocracia” con sus procesos lentos y engorrosos. El gobierno, nos dicen, funciona mejor sin administración y sin burócratas profesionales.
¿Cómo debe repensarse la administración pública ante este desafío existencial? Frente a la tentación de la pasividad o la nostalgia, es momento de redefinir los términos de una administración pública que responda a las nuevas condiciones, pero se mantenga fiel a los principios de un gobierno genuinamente democrático.
II
La democracia y la burocracia siempre han coexistido en un equilibrio precario. Pese a la (equivocada) premisa clásica de una separación tajante entre política y administración, en un gobierno democrático, la administración pública solo puede ser eficaz si está sujeta a controles democráticos y mantiene autonomía frente a intereses políticos específicos. Aunque está bajo la dirección del poder ejecutivo –que la emplea para hacer cumplir mandatos democráticos–, el legislativo define su marco normativo, regula la planeación, evaluación, transparencia y contratación, aprueba presupuestos y supervisa su implementación. A su vez, la judicatura garantiza que opere conforme al derecho, protegiendo a las personas de decisiones arbitrarias y resguardando a la administración de interferencias que socaven su autonomía o desvirtúen su función social.
En muchos países este complejo sistema de equilibrios y contrapesos está siendo desmantelado. Estas instituciones, diseñadas para contener el abuso del poder, proteger derechos y garantizar la deliberación informada, enfrentan ataques sistemáticos desde dentro y fuera del Estado. Los controles se debilitan, se socava la transparencia y la toma de decisiones se concentra en liderazgos que priorizan la lealtad sobre la capacidad técnica. La deliberación pública se distorsiona con desinformación y las reglas del juego democrático se modifican para favorecer a quienes están en el poder.
Este proceso no es uniforme ni responde a una sola causa. En algunos lugares, la erosión democrática ha sido paulatina, con cambios graduales que han debilitado la independencia judicial, la competencia política y la rendición de cuentas. En otros, ha sido una transformación abrupta, impulsada por liderazgos que han concentrado el poder con el argumento de representar al pueblo frente a las élites. En ambos casos el resultado es similar: el vaciamiento de las instituciones desde adentro, sustituyendo la gobernanza democrática por esquemas centralizados, clientelares y, en muchos casos, protoautoritarios.
Algo debe quedar claro: el populismo iliberal no es una anomalía ni un retroceso temporal; es una transformación estructural del orden político. Promete eficiencia sin burocracia, poder sin reglas y comunidad sin pluralismo. Su discurso antiinstitucional resuena en una sociedad harta y desencantada, que percibe al gobierno y la administración pública como obstáculos en lugar de un medio necesario para el bien común. Esta narrativa facilita el debilitamiento de las instituciones y el ascenso de modelos de gestión improvisados, en los que la lealtad política y la toma de decisiones ad hoc reemplaza la experiencia técnica.
En este proceso, populistas de izquierda y de derecha han seguido un mismo guion: justificar el desmantelamiento de la burocracia pública en nombre de la eficacia, el combate a la corrupción o la austeridad. Esto se traduce en la destrucción de políticas y organismos y en la concentración del poder en estructuras que carecen de controles efectivos. Se eliminan puestos, se hostiga a funcionarios, se nombra a directivos que atentan contra las organizaciones que encabezan y se vuelve inoperante a la administración mediante recortes y restricciones sucesivas. Lo anterior también supone saltarse las leyes o evadir los controles judiciales mediante decretos y utilizar selectivamente el presupuesto para premiar a aliados y castigar a opositores. Al final, el desenlace es el mismo: la administración pública se presenta como un obstáculo que debe hacerse a un lado. Así, el populismo iliberal transforma al Estado en un actor que prescinde de la capacidad y el conocimiento de la administración pública para operar bajo criterios de inmediatez y conveniencia.
Sin embargo, la historia enseña que cuando el profesionalismo administrativo cede ante la improvisación y el desmantelamiento, las consecuencias son desastrosas. La ineficiencia y la corrupción aumentan, las capacidades estatales para responder a las crisis se deterioran y los problemas públicos se agravan en lugar de resolverse.
Muy a pesar de lo que piensen los populistas iliberales, el aparato administrativo sigue siendo indispensable para la vida pública. Incluso los gobiernos que desprecian la burocracia dependen de ella para operar. Porque, en última instancia, no hay Estado viable sin una administración eficaz.
III
Hacia adelante, y pese a la innegable crisis, la administración pública sigue siendo el instrumento más importante que tienen las sociedades democráticas para la solución de los problemas públicos. Por medio de sus estructuras, procesos y servidores, los gobiernos pueden traducir promesas en acciones y aspiraciones legítimas en políticas y servicios públicos. Sin una administración pública funcional, el Estado se convierte en un ente ineficaz, incapaz de responder a las necesidades de la sociedad, y el espacio público se vuelve vulnerable a la captura por intereses particulares. De ahí que atacar y desmantelar la administración pública no solo no resuelve los problemas, sino que agrava la improvisación, facilita la corrupción y debilita la capacidad para enfrentar las crisis y diseñar soluciones efectivas a problemas cada vez más complejos.
La administración pública es un activo común, que vale la pena proteger y desarrollar. Las respuestas a crisis y emergencias recientes, desde la pandemia de covid-19 y la ola de violencia criminal hasta la migración masiva, han demostrado, una y otra vez, que los países con administraciones públicas sólidas pueden reaccionar con mayor rapidez, eficacia y equidad. La capacidad de implementar políticas basadas en evidencia, movilizar recursos estratégicos, garantizar derechos y gestionar la incertidumbre depende, en gran medida, de la profesionalización del servicio público y la fortaleza administrativa del Estado.
Por lo tanto, la cuestión no es si la administración pública sigue siendo relevante –claramente lo es– sino cómo puede renovarse y fortalecerse. A medida que se reconfigura el escenario político, la administración pública, en tanto disciplina del conocimiento y también como profesión y práctica del gobierno, debe asumir un papel proactivo en la defensa de la institucionalidad, la promoción del bien común y la protección de las capacidades estatales. Más aún, en un contexto de incertidumbre y cuestionamiento institucional, es fundamental reivindicar su valor social y construir un nuevo entendimiento de la administración pública: uno que sea capaz de responder a los desafíos del presente sin perder su esencia como un instrumento al servicio de todas las personas.
IV
Frente a este panorama, hay quienes miran al pasado con nostalgia, como si restaurar pedazos del viejo orden institucional o insistir en los lamentos fuera suficiente para resolver la crisis. No tiene sentido la pretensión de volver atrás. Empeñarse en modelos administrativos diseñados para contextos que ya no existen no solo es inútil, sino que deja el futuro en manos de quienes reconfiguran las instituciones, sin explicar cómo sus decisiones mejoran la calidad de vida de las personas o fortalecen la capacidad del Estado para resolver los problemas comunes.
La nostalgia por el pasado no solo es ingenua, pues pretende restaurar un orden administrativo que ya mostraba signos de agotamiento, sino también peligrosa, porque suele ser indulgente con los errores del ayer. Ese modelo no estuvo exento de problemas: burocracias disfuncionales, corrupción tolerada, falta de conexión con la sociedad y una resistencia al cambio que facilitó su propio debilitamiento. Recuperar el servicio público como un proyecto colectivo no significa romantizar lo que fue, sino aprender de sus fallas para evitar repetirlas.
No podemos ignorar que la creciente desconfianza en la democracia liberal y sus instituciones tuvo mucho que ver con las deficiencias de las administraciones públicas de décadas pasadas. Durante demasiado tiempo, la ciudadanía percibió a la burocracia como indolente, abusiva, opaca e incapaz de resolver sus problemas inmediatos, lo que la convirtió en un blanco fácil de la retórica populista. Y había algo de cierto en ello: la burocracia tiene un carácter estable y predecible que también pueden ser su talón de Aquiles, pues tiende a ser lenta para reconocer y adaptarse a los nuevos tiempos.
Además del riesgo de la nostalgia improductiva, existe una tentación igualmente peligrosa: intentar una adaptación acrítica, un conveniente acomodo a las nuevas condiciones. Sería equivocado pensar que la administración pública se rindiera a imaginar el servicio público como un juego de lealtades, clientelas y patronazgo, o que la finalidad de la administración es ser útil a los propósitos electorales o de concentración del poder de la élite en turno. Tampoco se puede aceptar la premisa de que basta con la intuición, las buenas intenciones o la rentabilidad electoral como criterios para definir la pertinencia de las políticas públicas, sin acudir al conocimiento técnico y a la evidencia.
El nuevo contexto nos obliga a plantearnos nuevas y viejas preguntas sobre cómo recuperar el aprecio social por la administración pública. Que las personas no perciban a sus gobiernos y sus administradores solo como estorbos u objetos de control o vigilancia, sino como un instrumento colectivo para resolver problemas comunes. Que el conocimiento experto y el análisis técnico no se desvinculen de las realidades y demandas sociales ni se expresen en un lenguaje ajeno a las personas comunes.
No se trata, en pocas palabras, de imaginar una administración que renuncia a su esencia para solo adaptarse a un nuevo marco político, sino que abreve de ella, para adaptarse, responder al desafío y cumplir su propósito de resolver las demandas sociales y garantizar los derechos de las personas. No pretendemos tener un mapa de ruta, pero renovar la administración pública requiere empezar por plantearnos estas cuestiones y hacer explícitos los principios básicos que deben guiar esta discusión.
En todo caso, no podemos permitir que las circunstancias definan los nuevos estándares de la administración pública sin escrutinio ni propuesta. Como estudiosos y profesionales de la administración y las políticas públicas, nuestro papel es doble: resistir los intentos de desmantelamiento de las capacidades estatales y diseñar alternativas viables que respondan a la nueva realidad de los países de la región.
La administración pública debe centrarse en la recuperación del servicio público como un proyecto colectivo. Esto nos obliga a repensar cómo la estudiamos, enseñamos y ejercemos. Aunque hay muchos aspectos por debatir y precisar, hay principios que pueden servir como base para una agenda renovada de investigación, formación y práctica administrativa. Proponemos diez de ellos como punto de partida para este debate tan necesario e inaplazable:
1. La administración pública es un pilar imprescindible del Estado democrático y una fuente de soluciones a los problemas colectivos. Su papel no se limita a la ejecución de leyes y políticas, sino que contribuye activamente a la estabilidad institucional, la protección y garantía de los derechos, el uso responsable de los recursos comunes y la provisión de bienes y servicios esenciales para la sociedad.
2. Un gobierno eficaz se sustenta en la capacidad técnica, el profesionalismo y la integridad de su cuerpo de funcionarios. La profesionalización del servicio público potencia la capacidad del Estado, limita la improvisación y reduce las oportunidades de captura por intereses particulares. La administración pública debe garantizar condiciones que favorezcan la formación, el desarrollo y la independencia de sus servidores.
3. La administración pública debe ser un instrumento para reducir desigualdades y garantizar condiciones más equitativas para todas las personas. Más que un mero aparato de provisión de bienes y transferencias, la administración pública tiene la responsabilidad de nivelar progresiva y estructuralmente el terreno de juego, asegurando que el acceso a servicios, oportunidades y derechos no dependa del origen social, económico o territorial de las personas. Esto implica diseñar políticas, servicios y procedimientos que corrijan asimetrías y permitan construir una sociedad más justa e inclusiva, incorporando una perspectiva de género e interseccional.
4. La transparencia y la rendición de cuentas deben ser principios organizativos de la práctica administrativa, no solo discursos normativos. Deben traducirse en formas concretas de organización que permitan asignar responsabilidades, garantizar derechos, mejorar la toma de decisiones y responder con eficacia a necesidades puntuales de la ciudadanía, asegurando que la administración pública opere con legitimidad y confianza.
5. La nueva administración pública debe estar enfocada en resolver problemas cotidianos, poniendo en el centro la experiencia de las personas en su interacción con el Estado. Más allá de los macroindicadores de desempeño, la administración debe priorizar la atención efectiva a las necesidades concretas de la ciudadanía, especialmente en las pequeñas interacciones que definen su relación con el gobierno. Esto exige un servicio público accesible, sensible y orientado a resultados tangibles en la vida diaria de las personas.
6. El mayor activo de la administración pública son las personas. El Estado debe ser un buen empleador. Garantizar un servicio público eficaz requiere reconocer y valorar a los servidores públicos, dotándolos de condiciones laborales justas y dignas. Al mismo tiempo, es una oportunidad para generar espacios para involucrar activamente a la ciudadanía en la gestión de los asuntos públicos, fomentando la participación, la corresponsabilidad y el compromiso informado con el interés común.
7. La modernización de la administración pública debe combinar tecnología, datos e inteligencia colectiva sin perder de vista su función social. La digitalización y la innovación administrativa son herramientas clave para fortalecer la capacidad del Estado en la solución de problemas y en su relación con la ciudadanía. Sin embargo, esta transformación no debe derivar en un fetichismo tecnológico que privilegie los algoritmos sobre el criterio humano, ni en una deshumanización de los servicios públicos. Tampoco puede generar nuevas brechas de exclusión, dejando atrás a los sectores más vulnerables.
8. La administración pública debe ser sostenible y asumir un papel activo en la respuesta al mayor desafío de nuestra era. Incorporar criterios de sostenibilidad en sus procesos no solo implica reducir el impacto ambiental de la gestión pública, sino también diseñar políticas y estrategias que promuevan la resiliencia ecológica y el bienestar intergeneracional.
9. La nueva administración pública debe ser resiliente, capaz de operar con eficacia en contextos de incertidumbre y volatilidad. Esto implica fortalecer su autonomía operativa, dotarla de herramientas para gestionar múltiples crisis y evitar que la inestabilidad política erosione su capacidad de respuesta y su continuidad institucional.
10. La administración pública debe aprender de su propia historia y del conocimiento acumulado, evitando la ilusión de que cada crisis y cada nuevo problema exige comenzar de cero. Gobernar no es cuestión de sentido común; requiere aprender de la experiencia y de echar mano del conocimiento, evaluar lo que ha funcionado y entender por qué, así como fortalecer la capacidad institucional a partir de la evidencia y del rigor analítico. Las universidades y los centros de conocimiento deben renovar la apuesta por generar conocimiento útil, aplicable a problemas sociales, y, a la vez, por comunicar a públicos amplios.
Debemos, en suma, promover que la sociedad valore a su administración pública. Es la única forma de que la retórica antiburocrática deje de ser efectiva y de frenar los ataques a la capacidad administrativa del Estado. Desde esa plataforma, se podrá aumentar la exigencia, para que los nuevos arreglos administrativos no sean defendidos solo por su novedad o en contraste con lo que había antes, sino en términos de su idoneidad para garantizar derechos, combatir desigualdades y resolver problemas comunes.
Este es un llamado a la acción. No podemos darnos el lujo de ser meros espectadores del colapso institucional ni resignarnos a la mediocridad y la improvisación. La administración pública importa, y quienes la estudian y la practican tienen la responsabilidad ineludible de participar en su futuro. ~