Veinte segundos nomás

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Cuando mamá me dijo que la tía Claudia venía de México me puse nerviosa. El último terremoto la había afectado y necesitaba ver a su familia. Comí de más esa noche. Casi toda la pizza. Mamá no se dio cuenta, ni tampoco de las millones de veces que fui y vine del baño, así que al final le dije: me imagino que no van a dormir acá, ¿no?

–No… –me dijo ella y parpadeó–. O sea, sí, ella sola… El tío no viene.

Me calmé, porque después de todo a la tía la quería, y me daba pena que la afectaran tanto los terremotos, y quizás también porque, aunque ya habían pasado mil años, en el fondo siempre esperaba una disculpa. Algo.

Se iba a quedar una semana. Entonces le dije a mamá que no se preocupara, que yo iba a pensar una merienda de bienvenida, facturas, cañoncitos de dulce de leche y pastelera, que allá no hay. Mamá asintió.

–Linda –me dijo.

La tía estaba igual que siempre. Con el pelo rubio largo, a pesar de que ya era una persona grande.

–Adrianita –me dijo, a pesar de que yo también era una persona grande. Y me palmeó un poco la cabeza–, vos siempre acá.

Nos sentamos. Puse el mantel de coco, y también las servilletas que había bordado de chica en el colegio. Mamá me dijo que no iban con el mantel.

–Lo pensé –le dije–, pero me dieron ganas de ponerlas.

Me miró un rato, pero las dejó. Se fue a la cocina.

La tía tocaba el relieve de las florcitas bordadas, azules, naranjas, y miraba por el ventanal.

–Adrianita –volvió hacia mí, enfocándome–, ¿nunca quisiste mudarte sola?

–Sí –empecé a poner los cañoncitos de dulce de leche en un plato, todos parejos apuntando al mismo lado–. Pero no pude. Me daba miedo.

–Claro –dijo ella y movió la cabeza de arriba hacia abajo varias veces–, es comprensible.

–Sí, ¿no? Yo quería. Me enamoré una vez y todo. Pero después me daban como ataques de pánico. Y así era difícil.

–Claro –dijo la tía.

–Quizás ahora tendría marido… hijos, pero bueno, estoy tranquila.

–Sí, querida –sonreía, me miraba.

Vino mamá.

Sirvió el té para las tres y le preguntamos a la tía cómo estaba. Estaba muy mal. Las alarmas antisismos no habían sonado porque el terremoto no venía del mar, sino de una falla en la tierra. Ella sintió el temblor y empezó a bajar por la escalera. Resulta que el constructor era corrupto y la escalera no estaba amurada sino apoyada. Fue lo primero que se derrumbó. Por suerte ella ya había salido a la calle.

–El que la pasó peor fue el tío.

La miré a mamá.

–El tío –siguió ella con la mirada medio perdida– se quedó solo arriba. La escalera ya se había caído, y no sabía por dónde bajar. Los ascensores no te los dejan usar. Y volvió a temblar, veinte segundos más, y el tío seguía arriba. Después tuvo que esperar hasta que llegaron los brigadistas porque bajar solo era peligroso y además no te dejan porque…

–¿Veinte segundos? –dije yo.

–Sí, pobre tío.

–¿Veinte segundos nomás?

Mamá me miró. Yo resoplé una risa.

–¿Pobre tío por veinte segundos?

–Sí –me decía la tía con los ojos vidriosos–, ¿viste? Pobre…

Levanté los platos rápido. Le pasé a cada uno papel de cocina con fuerza antes de lavarlos. Abrí el agua bien caliente, los froté mucho con la esponja enjabonada. Vino mamá.

–La llevé a dormir la siesta, tendríamos que bajar una frazada, vos que llegás…

–Mamá, ¿vos no hablaste con ella?

–Sí, pero está muy cansada.

–No ahora. Antes.

–¿Antes del terremoto?

–No, cuando te conté del tío.

Mamá abrió los ojos como huevos duros y cerró la puerta que separaba la cocina del living.

–Yo… –había quedado con la boca un poco abierta, después miró la canilla– …cerrá si ya terminaste.

–Me dijiste que le habías dicho, que lloró. Me dijiste que la llevaste a un bar y le contaste, y que lloró.

–Se lo sugerí.

–Cómo.

–Que habíamos confiado en él, que habíamos confiado en ellos para que te cuidaran.

–¿Y nada más?

Mamá se secó las manos, que no se las había mojado, en un repasador y salió. Dijo algo del tiempo, que ya había pasado tiempo.

–¡Te dije cuando me acordé! –pero mamá había cerrado la puerta de la cocina al salir. Dejé correr el agua. Después cerré con bronca.

La tía estaba sentada en el sillón mirando por el ventanal. Se había puesto un deshabillé de mamá, celeste. Fumaba muy despacio, el humo se quedaba cerca de ella.

–Hola, buen día –le dije–, ¿querés un matecito?

–Sí, mi amor, buen día.

Llevé la yerba y empecé a armarlo.

–Qué lindas tenés las uñas, tía.

–Sí –estiró la mano libre y la alejó un poco–, allá las saben hacer muy bien.

–Sabés, ayer, cuando nombraste al tío.

–Sí.

–Yo pensé que mamá había hablado con vos. Hace mucho. Antes de que se fueran.

La tía sonreía con su cara rodeada de humo. Me hacía que sí con la cabeza.

–Bueno, entonces ella te dijo. Lo que pasó. Cuando yo era chica.

–Sí, eras tan linda.

–Cuando el tío me cuidaba.

La tía me agarró una mano y me la sostuvo. Tenía la mano tibia y blanda y me dieron ganas de llorar.

–No sabés lo que me costó contarle, tía, y después…

–¿Te gustaría hacerte las uñas como las mías? Acá hay una manicura que se vino de México. Me dejó la tarjeta para cuando estuviera en Buenos Aires. Es una genia.

–No… –le fui sacando la mano.

–Te quedarían preciosas.

Me concentré en el mate, pero se me había nublado un poco la vista. Me sequé los ojos. La tía siguió fumando y mirando por el ventanal.

Fui a la cocina y abrí el paquete de facturas que había quedado de ayer. Me comí los cañoncitos de dulce de leche, dos bombas con pastelera, churros rellenos. Dejé una factura cuadrada mitad pastelera y mitad membrillo. Quería dejar algo. Comí solo la parte de pastelera. Después la parte de membrillo. Dejé el pedacito del medio. Lo envolví. Abrí el paquete de vuelta y comí el pedacito también. Tiré el papel a la basura. Me encerré en el baño.

–Este es Astor –decía la tía–, un mimoso. En el criadero le habían puesto Waldorf Astoria, ¿a vos te parece? Los nombres del criadero nosotros se los cambiamos. A ver, esperá que busco la que te quería mostrar…

Estaba sentada frente a la notebook de mamá y movía el mouse con dificultad sobre el mantel de coco.

–Es que se arruga –le dijo mamá–. Te traigo algo.

Empezó a buscar mientras la tía decía: Acá, acá. Esta es Deli.

Mamá caminaba con las manos extendidas y miraba para abajo y para los costados. Me quedé quieta y casi me choca.

–Mamá.

–Ah, ¿no sabés dónde puede haber algo para apoyar el mouse, que no se trabe con el mantel? Una tablita, una…

–No, no sé –me fui a tirar al sillón.

La tía decía:

–En el criadero le habían puesto Delirio. Nosotros se lo cambiamos. Al tío se le ocurrió Deli, así respondía igual. Delirio-Deli, no es tan distinto.

–Tía, ¿no sabés que no hay que comprar animales, que es mejor adoptar los que están en la calle? –dije desde el sillón.

Mamá volvió de la cocina con una tabla de picar y se la puso a la tía abajo del mouse. Dijo que todos los animales eran buenos y que todos merecían cariño. Que cada uno hacía como le parecía. Yo me fui al baño otra vez.

La tía se quedó varios días con el batón celeste puesto. Fumaba mucho, y decía que de noche la cama se le movía abajo del cuerpo, igual que cuando empezó el terremoto. Que el tío y ella no habían podido dormir en paz desde ese momento. Estaban con pastillas. Astor y Deli también estaban mal. El tío les daba flores de Bach para tranquilizarlos. Los subían a la cama con ellos, pero si afuera se movía una ramita empezaban a llorar.

Esa noche la tía cortaba verduras en la cocina.

–Me entretengo. Lo mismo que las novelas. Vos que estás tanto en casa, te gustarían. ¿De Florencia Bonelli no leíste nada? Mezcla el amor con los signos del zodíaco, con pasión, con romance.

–No, no me gustan esas cosas.

Ella cortaba una zanahoria en rodajas bien finitas. Terminó y agarró otra y la empezó a cortar igual.

–Una vez me enamoré, tía. ¿Viste que te dije? –yo la miraba, pero ella miraba la zanahoria–. ¿Viste que te dije cuando me preguntaste? ¿Que una vez me enamoré? Era un chico que atendía un kiosco, acá a dos cuadras, que lo veía cuando iba a hacer las compras.

–Sí.

–Empezamos a hablar. A veces me quedaba en el kiosco a ayudarlo o escuchando la radio con él.

La tía cortaba la zanahoria en rodajitas perfectas. Tenía una cara como de oír música clásica.

–Qué lindo, Adrianita –me dijo y empujó las rodajas con el cuchillo sobre una cacerola.

–Un día me dio un beso.

–Qué lindo, mi amor –y buscó más zanahorias.

–Me empezó a temblar todo el cuerpo. Se me cerró la garganta. Se me puso todo negro.

–Sí, es por la pasión. Es lo que te digo de las novelas, que te gustarían.

–No podía respirar, parecía que me iba a dar un infarto. Me ahogaba.

La tía acercó una mano al plato de zanahorias para seguir cortando, pero yo las agarré antes. Las agarré todas.

–Son para el guiso… –me dijo ella.

–Creía que me moría. No podía respirar.

–Dame, así cocino.

–Yo quería darle un beso, pero no podía…

La tía se quedó con el cuchillo colgando de la mano, mirando las zanahorias que yo apretaba.

–Le dije si me podía esperar un poco… Que de chica había tenido un problema.

–¿Me das las zanahorias?

–Le dije que de chica había tenido un problema.

Se acercó.

–¿Me las das, Adrianita?

Se las di.

No quise comer nada de guiso. Esperé a que se fueran a dormir y tiré lo que había quedado. Me hice una mezcla de leche en polvo con mermelada y agua y comí de la lata. Después comí varios panes con queso y después abrí otra lata de leche en polvo. Le puse agua y azúcar y comí la mezcla hasta que me dio taquicardia. Después fui al baño.

La tía empezó a mejorarse. Ya se vestía con su ropa y dormía toda la noche. Un día armó la valija y dijo que estaba lista, que se volvía a México. Sacó un pañuelo de seda rosa y lila y me lo enroscó alrededor del cuello.

–Te queda hermoso.

–Le queda hermoso –dijo mamá–, y le viene bien algo más femenino.

Agarramos una valija cada una, la acompañamos abajo hasta que viniera el remís. Ella empezó a agradecernos. Si no hubiera tenido el apoyo de su familia no lo habría podido superar. Nosotras éramos su refugio, su fuente de afecto, su cable a tierra. Mamá se acordó del dulce de leche Chimbote que le quería regalar. Se ve que lo tenía escondido de mí. Pidió dos segunditos para subir a buscarlo. Cuando cerró el ascensor me apuré.

–Tía, te quiero decir algo.

–Sí, mi amor, vos no sabés cómo me afectó el terremoto. Todavía me retumba en la cabeza.

–Cuando yo era chica, ustedes se iban a trabajar…

Un señor golpeaba el vidrio de la puerta del edificio. La tía fue corriendo. Se dio vuelta y me dijo que era el remís. Llevé las dos valijas hasta la puerta. El señor las cargó y las revoleó una sobre otra en el baúl del auto.

–Escuchame –la quise frenar.

Ella se subió al auto y cerró la puerta. Mamá llegó con el tarro de dulce de leche y se lo pasó por la ventanilla. La aparté. Metí la cabeza y le agarré las manos.

–Linda –dijo la tía–, desde el terremoto que estoy perdida.

El señor del remís cerró el baúl de un golpe.

–El tío me decía que yo era su novia.

–Pobre el tío… está como yo.

–Que yo era su novia, entendés.

–Nos cuesta concentrarnos, si casi no nos hablamos.

Cuando el auto arrancaba, me dijo que le iba a mandar mis saludos. ~


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