Woody Allen, envuelto en un abrigo color camello, se veía más viejo que sus interminables 85 años cuando me lo encontré, por primera y única vez, una mañana helada en Central Park, a la altura del met. Lo acompañaba Soon-Yi, su esposa, que intentaba, con visible impaciencia, salvarlo de las pocas bicicletas que él se empeñaba en no ver. Esa torpeza ansiosa fue lo que me permitió reconocerlo. Solo Woody Allen podía caminar a esa hora, con ese frío, por ese parque que rodea la ciudad donde ha vivido casi toda su vida.
Eso le habría dicho, de haber tenido el valor o la imprudencia de hablarle. Que no había nada más woodyallenesco, o woodyalleneano, que encontrármelo ahí y no en un cóctel en el Dakota, en un restaurante italiano mal iluminado o en las escalinatas de Cannes. Me habría gustado decirle que solo él y yo podríamos considerar la idea de pasear a esa hora y con ese frío. Pero para que le hiciera alguna gracia, tendría que haberle explicado quién era yo, pero mi siempre insuficiente inglés, sumado a la impaciencia visible de la pareja, no lo habría permitido.
De haber podido hablar con él, le habría dicho, en mi pésimo inglés, que estaba ahí por él. No solo en Central Park a las nueve de la mañana, sino en Nueva York, en pleno invierno. Que por él, o gracias a él, o por culpa de él, me había casado con la hija de una profesora que estudió en la misma escuela que su hermana, que creció en el mismo Brooklyn judío que él. Que, como él, creí que conquistar Manhattan era conquistar el mundo y que el puente de regreso a Brooklyn era demasiado largo para cruzarlo de nuevo.
Le habría contado cómo sus películas me ayudaron a guiarme cuando llegué a ese mundo, ese mundo judío culto neoyorquino que sus filmes describían de modo casi documental. Y también le habría contado cómo, después de usarlo como referencia y pretexto, tuve que callar su nombre cuando, según el New York Times y el New Yorker, se convirtió no solo en sinónimo de abuso sino de cinismo, de un absoluto desprecio por la versión infantilizada del mundo que dominó la segunda década del siglo XXI.
Le explicaría, en un vocabulario que ni siquiera tengo en castellano, que aunque no tenía cómo culparlo de los crímenes que la justicia de Nueva York y Connecticut declararon inexistentes, sí podía culparlo de otros delitos no penales, pero igualmente graves: el pecado estúpido, cruel y, sobre todo, frívolo de sacarle fotos a la hija adolescente de su mujer. Su mujer, que, aunque no legalmente suya, era una adoptadora serial y también la mejor actriz que tuvieron sus películas. Actriz que desde entonces ha ejercido su talento en documentales de dudoso gusto e investigación sesgada.
Pero ese documental de hbo solo logró probar lo que ya sabíamos, pero de lo que quizás no habríamos querido saber tanto: su obsesiva fascinación, presente en tantas de sus películas, por enseñarles literatura, historia del cine y besos franceses a adolescentes en la frontera del Código Penal. Un gusto que es síntoma de otra debilidad que no puede dejar de dolernos a los que aprendimos a amar viendo sus películas: su incapacidad de asumir, como adulto, la decepción inherente al amor entre dos personas iguales. Esa inmadurez primordial que, a pesar de toda la adoración que recibe en Europa, lo convierte en el más americano de los directores de cine americanos.
En Maridos y mujeres, la película que filmaste en pleno divorcio, un divorcio en que tu exmujer te mandaba para San Valentín corazones partidos con cuchillos de verdad, el personaje que encarnaste se enamoraba una vez más de una estudiante que le ayudaba a pasar por alto sus dificultades en la vida adulta. Le impresiona que esta estudiante, encarnada por Juliette Lewis, haya escrito la verdad que estaba viviendo: que la vida no imita el arte, sino la mala televisión.
De eso te habría culpado esa mañana, Woody Allen, de interrumpir tu paseo sin sentido a menos cinco grados Celsius en Central Park: de habernos obligado a los que amamos tus películas a rebatir horas y horas de pésima televisión, de haberme hecho perder tantas conversaciones en distintas fiestas y comidas. ¿No le sacó Woody Allen famosas fotos desnuda a su hijastra vietnamita atrasada mental? No es vietnamita, no es su hijastra, no es atrasada mental, y está aquí como cualquier otra mujer cabreada de haberse casado hace veinticinco años con un anciano a menos cinco grados Celsius.
Podrías haber conseguido una novia menos joven y menos hijastra, pienso que le diría a Woody Allen en Central Park. Pero me diría que no tiene tiempo de buscar más allá de las dos orillas del parque, que come el mismo sándwich todo el año, que filma siempre dos clases de películas: una policial sobre la suerte, la culpa y el crimen; otra, una comedia sobre la suerte, el amor y las parejas, desde hace cincuenta años. Que toca en un club de jazz, que no tiene otra afición ni pasión que tocar el clarinete y dirigir películas sin darle casi indicaciones a los actores o repetir tomas. Que es una de las personas más aburridas del mundo y que le da lo mismo si sus películas funcionan o no, si queda para la posteridad como un pedófilo o un artista.
De ese crimen eres evidentemente culpable, no solo por no haber pedido nunca perdón por el dolor que infligiste a tus exesposas y exhijos, sino por no haber inventado una narrativa que te explicara más allá del deseo. Culpable de no sentir ni un poco de culpa, que es justamente el tema de Delitos y faltas, Match point, El sueño de Casandra o ahora Golpe de suerte. Woody Allen, que en todas esas películas retrata el otro lado de esos personajes que en sus comedias románticas, cuando se acaba el romance, matan, o matan para que se acabe el romance. El lado criminal de esos mismos seres que descubren que se puede matar y luego dormir como un niño. Un mundo, el de los criminales impunes, el de los criminales sin culpa, que es singularmente el mundo en que vive la generación que decidió en masa no ver más sus películas, no actuar en ellas o, peor aún, actuar en ellas para luego arrepentirse y donar su salario a alguna institución de caridad. Esa generación que retrató con formidable intuición cuando Scarlett Johansson y Jonathan Rhys-Meyers se desean salvajemente en medio de un campo de trigo.
Le habría dicho todo esto en ese Central Park que ya no es ni suyo ni mío. Que ya no tiene ni para él ni para mí la magia de los descubrimientos, los primeros besos, las primeras mentiras, las verdades definitivas que, gracias a él, aprendí. Pero, en lugar de hablar, simplemente lo dejé pasar, con su torpeza elegante, esquivando bicicletas que no quería ver, envuelto en su abrigo de camello, como un eco desvaído de sus propias películas, de su propia leyenda. ~