El centro de acopio para la ayuda a los damnificados del terremoto y, luego, del tsunami, luce desierto: tres cajas de cartón de huevo con ropa, otra con aceite y una con kilos de frijol. Esa última no llegará a Indonesia o a Sri Lanka porque allá nunca han visto un frijol y seguro creerán que se martilla para sacarle la pulpa. No, esta vez no hay una solidaridad que nos comunique con ese lado del mundo, no hay un asidero posible aunque se nos trate de convencer de que un buen nombre para una hija sea “Tsunami Gómez”. La televisión hizo su trabajo de conmoción habitual. Carlos Loret de Mola desde Banda Hache así decía el letrerito con el mapa recitaba: “Aquí, donde los barcos yacen en tierra y los camiones flotan en alta mar.” Y vimos cada nuevo video de la ola de palos, palmeras y coches que se arrojaba hacia una combinación de nativos y turistas alemanes que corrían. Gente de vacaciones o sin zapatos corriendo delante de la ola. Impactante pero sin emoción.
     Se trató de localizar a alguna víctima genuinamente mexicana. La de Monterrey apareció. La soprano de un hotel en una isla contó su experiencia en el techo esperando a que llegara un avión que los rescatara. Luego, en efecto, un niño de ocho años mexicano se había muerto, pero no afectó el flujo de las cajas de solidaridad. Y es que no se veía mucho qué salvar en el encuadre televisivo: palmeras arrasadas, ciudades desiertas, y nadie que tomara una pala para rescatar. Además, la idea de que los propios habitantes del Océano Índico vendieran los videos del tsunami como souvenir pasó a perjudicar la imagen que podríamos tener de ellos.
     Todo lo contrario. Una traductora y no precisamente del japonés que vio las imágenes en una televisión con baja sintonía desde Puerto Vallarta me dijo:
     No sé por qué le dicen a esa cosa el “tsumami”: se debería llamar el “tsumadre”.
     De inmediato, en una estación de radio un locutor propuso que un luchador debutara en la Arena México con el seudónimo de “El ‘Tsunami’ Velázquez”. El telefonema de un radioescucha propuso un nuevo platillo a base de marisco llamado “tsunami” porque textual “te hace olas después de digerido”. Sin solidaridad posible, el asunto terminó en una de las formas en que lidiamos en estas tierras con la finitud ajena, y que no es el arte de la cábala, sino de la cábula.
     La desproporción del “evento” como dicen los medios abonó a lo inimaginable. Así como no podemos imaginarnos lo que todavía debemos del rescate bancario o del número de chinos, que el terremoto marino haya sido treinta veces más fuerte que el de México en 1985 carece de referente experimentable. Olas a ochocientos kilómetros por hora son también difíciles de poner en la mente en plena construcción del Metrobús de Insurgentes. El colmo fue cuando se publicó que el “eje de rotación de la Tierra había variado”. Los científicos pidieron calma a las ocho columnas y salieron a explicar:
     No se alarmen. Cada cuatro años, el eje de la Tierra varía.
     En esa conferencia de prensa de la UNAM, todos nos volteamos a mirar con terror. Íbamos a la deriva.
     Quizás eso fue lo más grave a nivel del imaginario individual: una ola se tragó costas e islas enteras, abatió ciudades que nunca habíamos visto, ahogó a más de doscientas mil personas, algunas de las cuales todavía vagan por alta mar. Todo por una insensible rajadura de la Tierra. Todo se mueve sin importar que estemos o no en el mundo. La Tierra hace lo que tiene que hacer: confrontar bobaliconamente sus pedazos unos contra otros, así nomás, sin importar las molestias que ocasione allá arriba.
     Me siento pequeña dijo Denise Maerker en su programa de radio. Y yo me reí porque, en verdad, es como de mi tamaño.
     Pero después de asumir la poca relevancia de los que estamos en la superficie terrestre, siguieron las noticias. Que si López Obrador, que la controversia constitucional, que el llamado al diálogo, que el penal de La Palma, en fin. Pero había algo que se quedaba como una vocecita en el segundo plano:
     Y aquí, ¿cuándo volverá a temblar? –
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