Hace un año estaba en Berlín como invitada a las actividades de Mexartes-Berlín. Con los también invitados Bolívar Echeverría y Marta Zapata decidimos visitar el campo de concentración de Ravensbrück, destinado solamente a mujeres, que se encuentra a una hora de tren de Berlín, cerca de un río y de un lago. Es más, el lugar para pasar la lista diaria está justamente enfrente del bello lago, junto al crematorio y una especie de callejón sin salida donde los SS se entretenían cazando a las detenidas; cerca, muy cerca, las celdas de tortura y las barracas con largas filas de literas de tres pisos. El edificio, donde estaba la comandancia del campo, se ha convertido en museo, y en las paredes hay algunas pinturas y dibujos de mujeres que habitaron el campo entre 1941 y 1945, por ejemplo Maria Hiszpánska, Helen Ernst, Felicie Mertens, France Audoul y Violette Lecoq, muchos de ellos recreados después de su liberación.
En la primera planta, y a manera de introducción, hay fotografías de mujeres jóvenes o viejas con peinados sencillos de campesinas rusas o polacas o de citadinas ataviadas como las artistas de cine de finales de los años 30; también varios recuerdos enmarcados: un pañuelito bordado, una cajita de laca, un pocillo de peltre, un peine roto, un espejo fracturado, un cuadernillo de notas, un cepillo.
La mayoría eran presas políticas, provenientes de muy diversos países: miembros de organizaciones partisanas, alemanas acusadas de no afiliarse al nazismo, varias perseguidas por sus creencias religiosas (hay algunas monjas y activistas cristianas), otras más por su procedencia étnica (las judías y las gitanas), y muchas otras más por haber protegido a quienes perseguía el Estado nazi. Un estricto sistema clasificatorio colocaba en jerarquías herméticas a cada una de las presas (o los presos) de un campo, por su procedencia étnica y geográfica, el tipo de delito (o lo que se consideraba delito, incluyendo la homosexualidad) o hasta por su capacidad de resistencia o reincidencia. Se trataba de un trabajo esclavo para la empresa Siemens; eran costureras, cortadoras, encuadernadoras, bordadoras, dibujantes.
La biografía y los retratos de 26 mujeres de diferentes procedencias y profesiones permite sacarlas del anonimato al que fueron condenadas, además de la historia común que compartieron, cada una con su individualidad, su historia específica, una fisonomía particular, lenguajes diversos, culturas encontradas, tradiciones e inclinaciones distintas. Me llama la atención la historia de una polaca que aparece con una niña raquítica en la foto: llega embarazada al campo y allí da a luz a una hija que por la mala nutrición y las terribles condiciones de su estancia vivirá de por vida con el síndrome del campo de concentración: debilidad de la vista, presión alta y neurosis vegetativa.
Nanda Herbermann, la prisionera número 6582, alemana católica, es especialmente interesante por la ambivalencia que manifiesta cuando escribe su historia en un libro intitulado El abismo bendito, partiendo de la idea de que ha sido destinada a vivir en el campo para probar su fe, una fe que pone de relieve y sin reconocerlo su racismo, pues como buena germana desprecia a sus compañeras de sufrimiento, incapaces de cumplir al pie de la letra con las consignas de orden, limpieza y disciplina que los alemanes tomaban como cualidades innatas de la raza superior. A pesar de esta intolerancia, ¿involuntaria?, Herbermann realza la capacidad de resistencia que tuvieron muchos alemanes y, en Ravensbrück, las alemanas y las europeas que se atrevieron a rechazar la tiranía nazi a pesar de las terribles consecuencias. ~
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