Dosis de realidad

Los discursos que pintan una nación prometedora, como aquellos que lanzan pronósticos devastadores, solo pueden ser evaluados con el parámetro de la realidad.
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Por si fuese necesario recordarlo, toda condición en la vida pública está asociada a un contexto político que la promueve, limita, evita, ordena, permite y una serie de etcéteras que vinculan la habitabilidad de las sociedades y sus entornos con acciones de gobierno, administración o con la voluntad política de autoridades.

Sinaloa lleva ocho meses de violencia, buena parte de Chiapas resiente el abandono de toda concepción de Estado, la desaparición de personas es un fenómeno tan grande como asimilado que la mera idea de crisis queda en denuncias, trabajos académicos y olvidos, sin que una sola acción lleve a garantizar la no repetición. Ningún matiz o negación quita la angustia de quienes padecen el desabasto de medicamentos; el crecimiento económico nacional merece un monumento a la mediocridad y es objeto de un relativismo que insiste en la promesa de tranquilidades con escasos asideros; la violencia política, aquella contra candidatos o funcionarios, dista de ser noticia pese a su recurrencia; la dedicación del gobierno federal a mantener la idea de control entre los suyos avala desde la impunidad al responsable político por la muerte bajo el fuego de cuarenta migrantes, al uso de recursos públicos para la promoción personal de sus cercanías.

En el país de lo burdo nada sorprende, está claro, pero cuando lo burdo se hace costumbre, poco es más difícil que escapar de él.

Me encantaría que lo anterior pudiese ser refutado, pero hasta un vistazo con memoria corta se enfrentará a una pared. Si los llamados de atención por lo que muchos pensamos –evidentemente no mayoría– es una deriva autoritaria caen en lo tedioso, abstracto o inconsistente, ninguno de estos hechos admite una respuesta parecida. Son hechos que dibujan un mal país. De nuevo, como consecuencia de acciones políticas.

Podremos tener un universo de discursos o declaraciones que pintan una nación prometedora, pero el único parámetro con el que pueden ser evaluados se encuentra en la realidad. Si apartamos lo retórico en el retrato proverbial del país, empezando por los asomos de pertenencia que defienden la situación actual y a partir de ella los futuros de México, y también los que establecen por razones de adscripción un pronóstico más allá de lo devastador, seguiremos con un catálogo de elementos que la mínima conciencia detestaría.

Sobran ejemplos similares para quienes criticamos el ejercicio de los dos últimos gobiernos, como también a quienes les precedieron. Si aquellos que defienden, en especial al actual, siguen viendo en esas escenas de la realidad el mismo triunfo que festejaron en las elecciones de 2018 y 2024, el mar de la desfachatez supongo da alegrías y no encuentro ahí mucho que analizar.

Con conciencia política, el tiempo y sus saldos deben provocar la modificación de juicios, pero ni en este ni en otros casos se debe subestimar la indiferencia ni la falta de decencia. Simplemente eso.

Leo en la prensa que arriba del 20% de los candidatos a jueces y magistrados no ha presentado su título de abogado. Semanas atrás, un grupo de candidatos para la misma elección fueron señalados por vínculos con la delincuencia u otras condiciones que les cerrarían la puerta, incluso bajo las efímeras limitaciones del proceso que las abrió. Su aparición, por llamarle de alguna forma, más que hablar de ellos exhibe un modelo equivocado para un proceso equivalente.

Solo la hipérbole admite hablar de México como el país más democrático del mundo por elegir la totalidad de sus jueces mediante voto popular, en especial los integrantes de la Suprema Corte, pero al ser una discusión perdida queda esperar la confirmación de lo que el autoengaño todavía rechaza: ni uno solo de nuestros problemas con el aparato de justicia nacional se resolverá mientras acumulamos nuevas complicaciones, producto de un diseño que hará más difícil salir de ellas.

En los últimos meses he hecho una pregunta cargada de trampa. Sea a periodistas, colegas o asistentes a una conferencia, por nombrar algunos contextos.

Les recuerdo el nulo optimismo que prevaleció en y sobre Siria hasta fines de noviembre pasado, cuando Assad se establecía como ejemplo de una dictadura que había ganado tras catorce años de guerra y lograba conservar el poder. El optimismo sobre el país era nulo. Días después, al caer la dictadura todo cambió. Entonces, ¿Siria admite más optimismo que México? ¿México está frente a un peor escenario que el de Siria en noviembre del 2024?

La respuesta habitual es no. Ninguna angustia local se atreve a decirme que las expectativas democráticas, de derechos humanos o justicia del país se acercan a tales momentos con el régimen sirio. Con todo y lo que podía aparentar ser una competencia de tragedias, mi objetivo era contradecir la afirmación, tal vez compasiva, de mis interlocutores.

Con una explicación que evite el reduccionismo que pedía en mi trampa, veo en México menos posibilidades para el optimismo.

México, desde la perspectiva del conjunto nacional, según sus lógicas, da la impresión de estar relativamente conforme con su situación. Eso lo hace peor. Hacia el presente y definitivamente el futuro.

No necesitamos de una tragedia generalizada para que el grueso del electorado decida cambiar el rumbo que tomó. La tuvimos y la tenemos. No importa fuera de ciertos círculos y en ciudades nada pequeñas, pero no termina por ser suficiente.

Si la relación con lo detestable de la realidad nacional se modificara de manera generalizada, todavía harían falta opciones políticas por las que la población se decante, y estas tendrían no solo que sobrepasar las limitantes que le imponga el poder –como casi siempre ha ocurrido desde la alternancia, con la excepción de la entrega absoluta de Peña a López Obrador–, sino que tendrían que presentarse con algo más que una mera identificación por oposición al gobierno actual.

Si bien hay agrupaciones que buscan su lugar en las siguientes boletas, el ínfimo conocimiento del sistema político mexicano permite saber con anticipación lo infructuoso de sus probabilidades. De mis propias cercanías en ellos, lo siento por su ejercicio de ocio o de ingenuidad. Sensación que no alcanzan las estridencias opositoras de redes sociales, a las que cuesta respetar, contentas con gritos digitales que no son política y quizá algún día se den cuenta de que solo alimentan las posturas oficiales. Quedan entonces, con un gramo de pragmatismo, las opciones partidistas existentes, perdidas en sus propios secuestros.

La lógica con la que se evalúa el ejercicio político no parece democrática ni sus valores dan muestras de interpelar a los jóvenes que compone el grueso del electorado. Estamos, en buena parte del planeta, inmersos en la lógica transaccional de la vida pública. Las tolerancias sociales se limitan cada vez más a las conveniencias individuales. ¿Sinaloa es preocupación general? La impunidad molesta cuando afecta en lo privado, pero se soporta a la distancia. ¿La violencia e inseguridad en Jalisco o Chiapas mueve a alguien en otros estados? No. Es la indiferencia que escribí líneas arriba.

Las estructuras políticas existentes son las que podrían tener las herramientas para operar. ¿Contra sí mismos? Sí. Contra lo que representan hoy.

Falta para salir del lugar donde estamos. Crear una estética, entendida en su naturaleza política más amplia, como una forma de mirar el mundo, que desde hace tiempo desarrolló el discurso de fácil aceptación.

Los sectores culturales y el periodismo son quienes están en posibilidad de dar ese primer paso.

Estoy convencido de que el periodismo, como también toda disciplina artística, se deben a sí mismas y frecuentemente pierden al asumirse como parte de una causa. Frente a las realidades nacionales, ciertos ánimos me resultan extremadamente ajenos: los artistas que afirman solo hacer arte; los escritores que se apartan de la política porque el halo de la literatura permite aparentar distancia hacia lo espantoso de la vida mexicana; los actores que encuentran empatía en las causas justas pero cuando sus elecciones políticas se apartan de la justicia regresan a los cobijos privativos de su oficio para transformarse en espectadores de realidades lamentables; los cineastas y dramaturgos capaces de divorciar las responsabilidades políticas atrás de los temas que, si acaso, retratan en ejercicios de conciencia ligera sobre el país donde viven.

No son extraños los tiempos donde la retórica e ímpetus de oferta sobre la esperanza terminan por adecuar a los pueblos a sus peores características y condiciones. ~


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