En su novela Ensayo sobre la lucidez, José Saramago imaginó el culmen de la protesta civil pacífica: cada ciudadano expresa su descontento acudiendo a las urnas para dejar su voto en blanco. No se trata de un acto orquestado, sino de un gesto individual y espontáneo que da cuenta de una lucidez colectiva. Es una protesta sin insultos ni boicots, el sueño de quienes desde hace años llaman a anular el voto a manera de protesta. Pero los sueños siguen lógicas que no siempre aplican a la realidad.
La inédita elección que someterá al voto popular a ministros, magistrados y jueces obliga a reflexionar nuestra conducta cívica. No ahondaré sobre los distintos problemas y dilemas, bondades y perversiones de esta innovación electoral, que ya han sido ampliamente debatidos por voces más autorizadas. Mi propósito con este texto es otro, más pedestre y urgente: ofrecer criterios de reflexión a quienes ya miran la convocatoria con escepticismo y se preguntan cómo expresar su desacuerdo. ¿Conviene tachar la boleta, dejarla intacta o, sencillamente, quedarse en casa?
La complejidad está en definir el mensaje
Votar es un acto comunicacional simple: manifiesta preferencia por una opción. En cambio, anular el voto o abstenerse tiene mayores complejidades interpretativas. La literatura ofrece algunas claves, aunque no respuestas definitivas. Willibald Sonnleitner, por ejemplo, afirma que no todo voto nulo comunica lo mismo, ni tiene la misma lectura pública. Está el nulo por protesta deliberada, el nulo por error, el nulo por apatía ritualizada, e incluso el nulo inducido fraudulentamente.
Pero la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales no reconoce categorías tan sofisticadas. De hecho, ni siquiera distingue entre voto en blanco (como en la novela de Saramago) y voto nulo (art. 529), así que da igual si se dejan los recuadros vacíos o si se invalidan con alguna otra marca: para fines de determinar ganadores, ambos se desechan. El impacto de los nulos se reduce a considerarlos como causal de recuento total en los cómputos distritales (Art. 311: “Cuando el número de votos nulos sea mayor a la diferencia entre los candidatos ubicados en el primero y segundo lugares en votación”).
Quienes promueven movimientos anulistas aseguran que, a pesar de la intrascendencia jurídica, hacerlo emite un mensaje político. En efecto, son ineficaces en términos institucionales, pero en un país habituado al desencanto, por lo menos recuerdan al poder que el malestar existe, según Víctor Morales Noble. No es mucho, pero es algo.
Históricamente, en México el voto nulo nunca ha superado el 5% de los votos (con picos en 2009 y 2015). En comparación, por ejemplo, en la elección de las altas cortes bolivianas el nivel de votos nulos superó el 60%. Amanda Driscoll y Michael J. Nelson interpretaron ese gesto como una forma sofisticada de protesta: una ciudadanía que, sin abandonar la urna, rehusó legitimar el proceso. En cambio, el gobierno boliviano lo leyó como un sabotaje de la oposición. El mensaje del voto nulo no es perfecto.
Por otra parte, la abstención tampoco es unívoca. Puede significar olvido, desinterés, desafección o protesta. Sin embargo, tiene la ventaja de que se registra como cifra visible y simple: políticos, medios y analistas toman nota. En su análisis de las elecciones de 2009, José Antonio Crespo señala que fue el nivel de participación y su relación con la abstención (más que el voto nulo mismo) lo que realmente afectó las interpretaciones políticas de ese proceso.
Un maratón de decisiones
La elección judicial introduce una anomalía que altera los términos de la discusión sobre anular o abstenerse. El INE, urgido por un calendario imposible y con un exiguo presupuesto impuesto por Morena, ha tenido que hacer alquimia administrativa. Al diseñar este proceso electoral el instituto rompió una larga tradición operativa, según la cual cada boleta manifiesta un voto. Ahora, en cada papeleta la ciudadanía emitirá múltiples sufragios. Es una salida logística discutible. Sus consecuencias para el significado del voto también lo son.
El próximo 1 de junio, cada ciudadano recibirá hasta seis boletas federales (más otras boletas locales en función de su domicilio). En cada una de ellas se espera un maratón de decisiones, pues entre emitirá más de 40 votos. Cada boleta estará dividida en dos columnas: a la izquierda, una lista numerada de candidatas; a la derecha, una de candidatos. No habrá lista “no binaria” y los votos no son acumulables. Tampoco aparecerán partidos políticos, así que se deberá copiar en recuadros los números que señalan a las candidaturas elegidas.
En este contexto, la decisión deja de ser solo anular o abstenerse. Por ejemplo, en la boleta de ministras y ministros, habrá la posibilidad de emitir cinco votos para mujeres y hasta cuatro por hombres. Es decir, nueve votos válidos para 64 candidaturas. Pero también se puede decidir no escribir nada y así anular de facto nueve votos, o bien votar en algunos recuadros y anular el resto.
Con esta forma de votación tan difícil y confusa, lo esperable es que muchos votantes terminen anulando su voto por mero error. De hecho, para reducir esta posibilidad, el INE creo un simulador virtual para practicar (disponible en practicatuvotopj.ine.mx ) y el oficialismo está repartiendo entre sus bases acordeones impresos con las series de números a escribir en los recuadros.
Conviene reconocer la existencia de una vía intermedia: votar a conciencia y anular selectivamente. Carla E. Ureña ha escrito en Letras Libres que la mejor forma de resistencia es inundar las urnas con sufragios informados para arrebatar espacio a las candidaturas oficialistas. Un argumento que recuerda la lógica antifraude de finales del siglo pasado: participar masivamente para que el costo de trampear la elección sea prohibitivo.
Sin embargo, a diferencia de lo que ocurría en la época del PRI hegemónico, no considero que el principal riesgo actual sea un fraude electoral entendido como la alteración deliberada del conteo final. Pese a todo, las casillas siguen bajo control de ciudadanas y ciudadanos insaculados, y el proceso es organizado por personal del Servicio Profesional Electoral, un cuerpo con décadas de trayectoria y sólidas credenciales de ecuanimidad y confiabilidad. Es en las juntas distritales donde ha residido buena parte de la certeza en los procesos electorales. Además, el escrutinio de las boletas se realizará bajo la vigilancia de los consejeros distritales y, por primera vez, será transmitido en vivo a través de YouTube.
Desde luego, hay focos amarillos que ameritan atención, especialmente a nivel casilla. Destaca, entre ellos, la decisión del Consejo General del INE de no cancelar físicamente las boletas sobrantes, una medida que, si bien agiliza el cierre de las mesas, abre un margen de sospecha en un entorno ya tensionado por la desconfianza. No obstante, considero que, de ocurrir malas prácticas durante la jornada, estas quedarían acotadas a casos puntuales y no comprometerían la integridad general del proceso.
Apostar por candidaturas mínimamente aceptables y omitir aquellas que se consideran indigeribles es una estrategia válida pero poco efectiva. En función de las opciones disponibles en cada distrito judicial electoral, puede resultar una maniobra difícil de ejecutar y, además, tiende a desdibujar el mensaje colectivo sobre la legitimidad del proceso en su conjunto. En ausencia de partidos u organizaciones que orienten explícitamente esa forma de “voto útil”, la dispersión es casi inevitable. En cambio, el oficialismo sí cuenta con estructuras territoriales de promoción del voto. En general, bastará una minoría bien articulada para definir el resultado, porque el voto disperso o la simple desinformación probablemente terminarán cediendo el poder a quien pudo concentrar sus apoyos, aunque estos terminen representando un porcentaje menor del electorado.
El laberinto operativo del escrutinio y cómputo
El conteo de votos será una coreografía extraordinariamente laboriosa. Miles de empleados temporales del INE trabajarán durante jornadas extenuantes a lo largo de una semana para procesar los resultados. Su tarea no se limitará a leer cifras porque, buscando maximizar los derechos de los votantes, estos empleados deberán interpretar intenciones y descifrar trazos inciertos. Por ejemplo, asumiendo que una línea subrayada o una fleca tal vez quiso ser un voto, aunque no cumpla la instrucción exacta de escribir un número en el recuadro. Claramente, habrá en cada boleta un margen de ambigüedad que deberá resolverse, una y otra vez, bajo presión y sin descanso.
Además, como el método tradicional de sumar los votos a mano sería inviable, el Consejo General del INE ha optado por un sistema digital de captura. Los empleados se sentarán en parejas: uno dictará las cifras escritas en cada boleta, el otro las tecleará en una página web desde un teléfono celular. El sistema contará los números ingresados y asignará los votos a las candidaturas correspondientes.
¿Cuántas boletas podrán capturar antes de que hormigueen sus pulgares? ¿Cuántas horas pasarán para que se cansen de interpretar la intención de cada votante? Cualquiera que haya trabajado bajo presión sabe que el cansancio hará estragos. La caligrafía dudosa probablemente terminará siendo motivo suficiente para invalidar votos que, con más detenimiento, habrían sido considerados válidos.
He participado de los simulacros de captura que ha organizado el INE. El personal se esfuerza, sin duda, pero es evidente que se trata de una tarea tediosa, monótona y exigente. Durante los escrutinios estarán decenas de parejas en salas abarrotadas, dictándose cifras al mismo tiempo y durante la temporada del año en que hace calor durante el día y llueve durante la noche. Se antoja casi imposible una supervisión perfecta y exacta de lo que teclea cada pareja cada segundo. En esas condiciones, los errores no serán la norma, pero tampoco serán excepción.
La sencillez del mensaje tiene costos
Descritas las dificultades de la votación, del escrutinio y del cómputo, me parece claro que la abstención emite un mensaje más nítido que la anulación. En elecciones pasadas, era sencillo interpretar el descontento: si participaban 10 personas y 5 anulaban su voto, podía leerse que la mitad del electorado expresaba rechazo. Pero en esta elección, cada persona podrá emitir múltiples votos. Por ejemplo, en mi casilla, sólo a nivel federal serán 38 votos. Así, si mis nueve vecinos y yo decidiéramos anular todas nuestras opciones, el resultado no serían 10 votos nulos, sino 380 votos nulos.
En esta elección abstenerse es simple y no requiere mayores cálculos. De los más de 100 millones de personas inscritas en el listado nominal, sabremos cuántas acuden y cuántas deciden quedarse en casa; será una cifra limpia, ajena al ruido de la caligrafía y al cansancio de los capturistas. Es poco lo que se le podrá cuestionar.
En Ensayo sobre la lucidez, la población creía en el sistema, pero no en los candidatos. Acudía a la casilla, pero elegía no elegir. En México, el no asistir será manifestar que no es legítimo usar las urnas para designar a personas juzgadoras, independientemente de la idoneidad de las candidaturas en lo particular. Sin embargo, no impedirá que los cargos se asignen. Pocos o muchos votos, el primero de junio derivará en nombramientos efectivos que durarán 9 años y tendrán posibilidad de reelección.
El colmo de esta limitación está en Durango, donde 49 cargos locales se repartirán entre 49 candidaturas únicas. Una farsa en la que bastará con que los candidatos voten por sí mismos para que ganen. No es la primera ocasión que ocurre: en su momento, López Portillo tenía garantizada la presidencia. Ese absurdo derivó en una reforma electoral progresista, pero era otro contexto. Difícil saber si esta elección (ideada por otro López) tendrá el mismo derrotero.
En conclusión, cada uno elegirá cómo actuar ante el llamado a las urnas, pero si usted definitivamente no cree en esta elección, ahora mismo, con estas condiciones de competencia que favorecen la dispersión del voto no oficialista, le conviene recordar la mencionada novela de Saramago, donde el poder se tambalea no ante el grito estridente, sino ante la multitud silenciosa que se niega a legitimar lo que califica como inaceptable. Tal vez, en esta ocasión, la forma más elocuente de decir “no” sea, simplemente, no decir nada. ~