Foto: Ximena Borrazas/SOPA Images via ZUMA Press Wire

Pistas para entender el fenómeno Mujica

Con un discurso sencillo, lleno de máximas, y una acción política pragmática, José Mujica dio forma a un populismo curioso, que no amenazaba al sistema pero reconfortaba a sus votantes.
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José Mujica (1935-2025) era un joven de 20 años cuando militó en la juventud del Partido Nacional. En 1964, con 29 años, fue detenido por un delito común. Con otro cómplice asaltaron al remesero de una gran industria el día que venía con el dinero del pago salarial. El otro delincuente escapó, pero Mujica fue a dar a la cárcel porque la moto de la fuga no anduvo.

A la salida de su primera prisión, Mujica se integraría a una entidad casi desconocida entonces, un puñado de admiradores de la Revolución cubana, los tupamaros. En momentos en que el liberalismo político se encontraba en su ocaso en Uruguay, habían resuelto tomar las armas, aun sí el mismo Che Guevara, en un conocido discurso en la Universidad estatal, explicó que con las libertades imperantes en Uruguay no debía emplearse la vía armada.

Empezaron con robos, ahora sí exitosos, asaltos a bancos, robos de armas, secuestros extorsivos (se estableció para ello la llamada “cárcel del pueblo”) y finalmente ejecuciones sumarias. Ellas impactaron muy negativamente en una sociedad uruguaya que llevaba 70 años de paz.

Al principio la policía se encargó de combatirlos. Los detuvo a todos. Y todos se le escaparon al año. En abril de 1972, los tupamaros lanzaron lo que llamaron la guerra, la ofensiva final. Mataron en diferentes lugares de la capital a cinco oficiales policiales y militares.

Hoy, obviamente, los responsables de entonces lo consideran un error. La respuesta, ahora militar, vino en la misma tarde, con cinco tupamaros muertos. Ya el Parlamento había resuelto que de la revuelta se encargara no ya la Policía, sino el Ejército. La lucha duró básicamente entre 1968 y 1972. El Ejército se encargó en 1972 y en tres meses liquidó militarmente a la aventura armada. Para hacerlo, empleó sistemáticamente la violación de los derechos humanos y rápidamente, a través de lo que llamó apremios, reconstruyó célula a célula la composición de su enemigo hasta aniquilarlo.

Al final la guerra interna tuvo unas cincuenta víctimas de cada lado y, además, unos 25 militantes de izquierda desaparecidos. Más de 2,000 tupamaros terminaron presos, y muchos ciudadanos militantes de la izquierda marxista en el exilio.

El Uruguay liberal y tolerante se hundía más. Mujica no era uno de los diez o doce tupamaros más conocidos. Pero el Ejército, en prevención de nuevos intentos revolucionarios, tomó nueve dirigentes tupamaros y los convirtió en lo que llamaron “rehenes”.

Estaban separados en diferentes cuarteles militares en condiciones de vida insoportables. Mujica sí era uno de esos nueve. Pasó cinco o seis años metido en el fondo de un aljibe o pozo, donde creyó perder la razón. Según le contó al autor de estas líneas, encontró un asidero en el mero crecimiento de musgo y de la vida.

La rápida extinción de los tupamaros le dio un gran prestigio popular a las Fuerzas armadas. Para buena parte de la opinión pública pasaron a ser sinónimo de eficacia. La idea autoritaria que empezó a ganar adeptos era por qué no se usaba la misma eficacia para resolver el estancamiento económico y la falta de desarrollo social del país.

El resultado fueron doce años de dictadura. El golpe militar de 1973 era vivamente empujado por los tupamaros detenidos, los que finalmente festejaron en la cárcel la caída de las instituciones. Por alguna razón, los mismos que habían sido violentamente torturados el año anterior preferían el fascismo a la democracia liberal. El Frente Amplio mismo, en febrero de 1973, festejó el golpe al grito de “Generales y pueblo, unidos y adelante”. Los partidos republicanos quedaron cercados entonces por el antirepublicanismo de izquierda y el antirepublicanismo de derecha.

Volvió la democracia en 1984 al impulso de los partidos históricos que representaban al 80% de los votantes, tanto en 1971 como en 1984, antes y después de la dictadura. En esa democracia posterior empieza a actuar Mujica.

A partir de 1990, cuando fue elegido diputado, empezó a ir al bastante formal Parlamento uruguayo en una desvencijada motoneta y vestido de pantalones vaqueros. Esta vez la moto sí anduvo. El primer día, el cuidacoches del estacionamiento oficial lo quiso correr. El Uruguay pauperizado tras la dictadura necesitaba una simbología misérrima: acá estaba.

Su discurso era bastante incoherente. Sentó entonces la máxima: “así como te digo una cosa te digo la otra”. La lógica de esa frase era que recogía las demandas sociales, cualesquiera que fueran, sin reflexión de viabilidad ninguna y aunque fueran contradictorias entre sí. Era un populismo novedoso en un país históricamente antipopulista.

Los tupamaros, ahora por la vía electoral, publicaron unos 50 libros con una lectura heroica de su historia. El sistema establecido no tomó en serio dicho esfuerzo de comunicación, bastante tosco, por cierto. Pero este empezó a hacer camino.

Asimismo los tupamaros en democracia construyeron un aparato de militantes pagos, algo único y muy extraño a la política uruguaya. Para financiarlo se apoyaron en Hugo Chávez. Por ahí anda la foto de Mujica en una reunión presidencial paseándose con la campera militar de Chávez.

Según algunos autores académicos y declaraciones de ex tupamaros, las prácticas de “hacer finanzas” (asaltar bancos o cajeros) se extendió aproximadamente hasta el año 2000, quince años después de llegada la democracia. Estaban al mismo tiempo en el Parlamento y en el atraco delictivo.

Armado el discurso y la organización profesional de difusión, la imagen de Mujica calzó exactamente con las necesidades de esa apelación populista. Una suerte de voto de pobreza era ahora afín a parte de la población uruguaya, económicamente vulnerable y siempre añorante de un pasado social mejor.

Uruguay tiene, según los indicadores internacionales de líneas de ingresos, una pobreza de 4%, según Cepal, o 6% según el Banco Mundial. Los indicadores uruguayos más ambiciosos la sitúan hoy en 8.3%. Era 8.7% al fin del penúltimo gobierno 2019, el de la izquierda, y el gobierno de la coalición republicana la redujo un poco pese a la pandemia. No se alteró tampoco en la última administración el índice Gini de distribución el ingreso.

El problema, sin embargo, es que Uruguay era un país de clases medias. Es todavía el de mayor clase media del continente. Pero tiene una parte importante de población por encima de la línea de pobreza y por debajo de la clase media: lo que ahora los organismos internacionales llaman los “vulnerables”, aquellos que están en una situación inestable, que pueden caer en cualquier momento bajo la línea de pobreza.

Desde ese nicho de vulnerables, que han votado izquierda y derecha, es que Mujica emboscó al sistema.

Nada hay más revolucionario que una clase media que baja su nivel de vida, con el temor consecuente. El mensaje de Mujica a esos cientos de miles de uruguayos era que se puede ser pobre y, sin embargo, ser feliz. Algo así como el discurso de un profeta de los que no son desposeídos pero temen serlo. Un Paulo Coelho de la penuria, un amigo en quién confiar.

El lenguaje fue una clave. Según explicó el mismo Mujica, era una mezcla de lunfardo campesino (su madre plantaba flores en los aledaños de Montevideo y Mujica joven trabajó en eso) y un argot de presidiario.

Lo cierto es que ese lenguaje muy gráfico se mostró como indicado para un discurso simbólico y sencillo de “buenos y malos”, muy eficiente en las zonas más pobres y con menos educación de Montevideo. Y se pobló de máximas claras y eficaces, bastante obvias y frecuentemente propias de un libro de autoayuda.

Al mismo tiempo, la acción política de Mujica se hizo totalmente pragmática. Tendió durante años y desde su populismo mensajes conciliadores respecto al resto del sistema político y económico, y respecto al propio orden democrático. Un populismo curioso que no amenazaba al sistema.

Curtió así un talante sorpresivamente tolerante en el marco de un discurso radical populista. Una curiosa mezcla de demagogia y tolerancia. Como una elocuencia de abuelo chacarero de manos callosas, lo que le daba impunidad para decir las cosas sin que la opinión pública le llevara demasiado las cuentas.

Y desde allí dijo, por ejemplo, ya veterano: “Cuba hace 60 años definió a la dictadura del proletariado y al partido único. No sirve. No sirve eso.  Lo que me revienta es cuando juegan a la democracia y dicen vamos a hacer elecciones y como me da un resultado hago una cagada, la altero o hago fraude. Eso no tiene goyete. Me refiero a Venezuela y Nicaragua”.

También definió a Venezuela como una dictadura y a Maduro como un loco, como un dictador que “revolcó al chavismo”.

Ya viejo, Mujica también iconoclasta le dijo al cineasta Kusturica, por ejemplo, “es la cosa más linda entrar a un banco con una 45… todo el mundo te respeta”.

O, en la elección de octubre de 2024, ya muy enfermo, grabó un spot publicitario pidiendo el voto para su candidato sin los dientes postizos. Los burgueses se agitaban estupefactos y abajo en la sociedad se encontraba que su originalidad lo hacía genuino.

Durante mucho tiempo circuló una foto de sus pies en sandalias no higienizados. Algunos se alarmaban, sus votantes no iban de charol.

Para sorpresa de los uruguayos, Mujica y su pobreza, leída como desidia por muchos, se convirtió en un símbolo internacional. El mundo desarrollado, con una vasta y cotidiana agenda de corrupción política, vio en él, tal vez, un contrapunto necesario. Hasta el rey de España fue a visitar el modesto habitáculo donde vivía.

Los 15 años de gobierno del Frente Amplio no cambiaron la política económica. Siempre se cuidó de que la economía fuera manejada por un ortodoxo.

Mujica derrotó en 2009 en la elección interna de su partido al candidato de los moderados y el primer gobierno de izquierda había encontrado ya los precios internacionales de sus productos de exportación multiplicados hasta por cuatro. Con ello, la izquierda en el gobierno también había encontrado bonanza económica y popularidad. Fue presidente.

Existe cierto consenso de que fue un mal presidente.

Tuvo cuatro o cinco megaproyectos, todos los cuales fracasaron estrepitosamente: lo simbólico no alcanza para convertirse en política pública. Una regasificadora (el largo brazo de Oderbrecht), una minera de hierro, un tren “de los pueblos libres” con Cristina Kirchner, un puerto de aguas profundas y otros. Todos fueron inacabados y hoy son ruinas luego de costarle centenas de millones de dólares al país.

Allí quedan empero sus máximas, ninguna de las cuales es muy recordable. Pero, como se sabe, los libros de autoayuda tienen buena circulación. Más en dialecto de excluidos y escenografía de desheredados. Sobre todo en ambientes de frustración.

Mujica podrá haber sido un delincuente fracasado, un revolucionario malogrado, un gobernante frustrado, todo se perdona. Pero nunca pareció ser lo que la modernidad curiosamente no perdona: nunca pareció un político. Aunque, paradójicamente, lo fuera tal vez más que nadie. ~


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