Casa Rorty XLII. Toque de corneta para un nuevo romanticismo

El descontento con la modernidad tecnológica ha resucitado un irracionalismo que busca recuperar una supuesta autenticidad perdida.
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La actualidad está llena de señales; la dificultad consiste en interpretarlas. En el curso de las últimas semanas, el apagón sufrido por españoles y portugueses –peninsulares ambos– nos ha recordado cuánto dependemos del suministro eléctrico para el debido funcionamiento de una tecnología cada vez más presente en nuestras vidas. Al mismo tiempo, sin embargo, la designación del nuevo Papa ha sido objeto de una intensa cobertura informativa; aunque los medios de comunicación buscan excitar la curiosidad del público usando cualquier cosa que tengan a mano, hay que entender que las ceremonias vaticanas despiertan todavía la curiosidad de quienes hace tiempo ya dejaron de ir a misa dominical.

La utopía de la desconexión

Dicho de otra manera: en un mundo donde la tecnología es omnipresente, parecen abundar quienes echan de menos una existencia más sencilla o el contacto con lo trascendente; como si los smartphones hubieran penetrado en un recinto sagrado y la paulatina introducción de la Inteligencia Artificial amenazase con provocar una aciaga deshumanización. Ese sentimiento, ya sea impostado o bien coherente con el estilo de vida de quien lo expresa, asomó durante el apagón ibérico: algunos salieron a decir que la conectividad nos distancia de los demás y que nada como una desconexión forzosa para recuperar la subjetividad perdida.

Aunque no está nada claro cuál es el fundamento empírico de semejante afirmación, ya que quien tiene un hermano en Australia o una novia en París podrá estar en contacto con ellos más fácilmente que antaño, se trata de una sensación extendida en el interior del cuerpo social; si es una sensación genuina o el producto de lo que se dice sobre la tecnología y sus efectos, es difícil saberlo. Pero ahí está para ratificarla el último Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades, anunciado la semana pasada: el jurado ha decidido galardonar al autor de best-sellers filosóficos Byung-Chul Han, alemán de origen surcoreano que se inspira en el pensamiento de Heidegger y de la Escuela de Frankfurt para denunciar –en textos breves como píldoras– la alienación contemporánea: el capitalismo hipertecnológico está secando las fuentes del ser y más nos vale encontrar nuevos manantiales de significado antes de que sea tarde.

De nada sirve recordar que las rupturas tecnológicas de otros tiempos causaron reacciones parecidas; cada época tiene sus cuitas y puede alegarse que ninguna de las crisis precedentes llegó jamás a resolverse. Bajo este punto de vista, la modernidad habría ido acumulando una reserva de malestar que se hace visible en momentos concretos y después permanece latente… hasta que se vuelven a dar las condiciones propicias para su exteriorización. Se trata de una inquietud que atraviesa la historia humana y afecta de manera más intensa a los espíritus sensibles. Ahí tenemos la última novela del gran escritor norteamericano William Gaddis, que ha reaparecido en las mesas de las librerías neoyorquinas por razones que ignoro: Agapê Agape, concluida por su autor poco antes de fallecer en 1998 y publicada en España por Sexto Piso con el título de Ágape se paga, es el monólogo de un moribundo obsesionado con la pianola (en particular) y la mecanización de las artes (en general). Bajo el pretexto de la democratización de la cultura por medio de la tecnología, sostiene el narrador, se pierde cualquier autenticidad creadora; incluso la vida cotidiana termina por sufrir un daño difícil de cuantificar. Escribe –traduzco yo– Gaddis:

…el individuo se pierde, lo único se pierde, la autenticidad se pierde, no ya la autenticidad sino el entero concepto de autenticidad, ese amor por la creación de lo bello antes de que sea creado, eso, eso, ¿era Chesterton, no? Esa fusión natural de la vida creada con su creación con el amor que la trasciende, una celebración del amor creador la llamaban ágape, el banquete de amor en la iglesia primitiva, sí. Eso es lo que se ha perdido, lo que no está en los productos de las artes imitativas, hechos para ser reproducidas a gran escala…

Y eso que Gaddis no conoció el smartphone, tan solo los primeros años del internet de masas; de hecho, fueron años en los que se pensaba que la red abriría posibilidades inéditas para –otra vez– la democratización de la cultura. Recordemos la long tail de Chris Anderson: vender productos minoritarios sería un buen negocio, porque la posibilidad de llegar a un mayor número de personas haría rentable la inversión en bienes culturales menos populares. ¡Menos es más, enésima versión! Algo de eso ha sucedido, ya que el mercado de bienes culturales está más fragmentado que nunca y el acceso al producto minoritario no puede ser más sencillo: uno puede vivir en El Bierzo y apañárselas para ver cine japonés o recorrer la calles de Nairobi a través de Google Maps. ¿Y por qué habría de hacer tal cosa un habitante del Bierzo? Eso ya es asunto distinto; lo relevante es que puede hacerlo si quiere. Pero no faltarán reproches: a la falta de autenticidad de la correspondiente experiencia cultural puede sumarse su elevada huella ecológica.

Excéntricos que gritan en la plaza

El desasosiego por la falta de autenticidad de nuestra experiencia ha encontrado nuevas razones en el deterioro de las redes sociales y el desembarco de la Inteligencia Artificial. Es decepcionante que andando ya la tercera década del siglo XXI aún debamos aceptar las cookies de cada web a la que entramos o que la lectura de una columna de opinión se vea interrumpida por la aparición del fantasma del altavoz cuya compra descartamos en Amazon la semana anterior. A juicio del periodista Jacob Silverman, quien escribía al respecto en el Financial Times del pasado 19 de abril, la penetración de la Inteligencia Artificial está transformando la red: nos las hemos de ver con el “Internet hostil”, o sea con un espacio “comercializado, vigilado y autoritario” que nos hace infelices a todos. Nada quedaría ya de aquella ingenuidad que estimulaba la amistad entre sujetos anónimos: todo son ofertas comerciales, cuentas fake y mensajes emitidos por bots que hablan entre sí. Dice Silverman: “el Internet de hoy no está realmente diseñado para nosotros, sino con el objetivo de despertar ciertas respuestas por nuestra parte; respuestas que, por decirlo de manera algo pomposa, son hostiles al florecimiento humano”.

Para Silverman, nos pasamos el día posteando y consumiendo sin criterio, como si fuéramos excéntricos que gritan en la esquina de la plaza; así funcionan, sostiene, “las fuerzas libidinales de los medios de comunicación algorítmicos”. Aunque puede aducirse que Silverman exagera, pues no en vano tiene que llamar la atención del público sobre el libro que publicará en el curso de este año, no está solo. Y así es como llegamos a una particular llamada a las armas: la guerra contra los algoritmos y la manipulación debe llevarse a cabo bajo la advocación de un nuevo romanticismo que nos salve –¿vuelva a salvarnos?– de la mecanización tecnocrática.

Ha sido Ted Gioia, brillante historiador musical especializado en el jazz, quien se ha expresado en esos términos en su blog The Honest Broker. Sus primeras reflexiones datan de noviembre del año 2023: dijo casualmente a unos amigos que la tecnocracia se ha vuelto tan opresiva que terminará produciendo una reacción semejante al movimiento romántico de comienzos del siglo XVIII y luego se tomó en serio su propio comentario. Buscó los parecidos entre aquella época y la nuestra: el racionalismo dominaba cada esfera de la vida y las empresas se hacían cada vez más poderosas; los luditas se rebelaron y las conductas disfuncionales se hicieron más frecuentes; la clase creativa se enfrentó a las lógicas racionalistas que se entrometían en sus vidas. Fueron los artistas, sobre todo los poetas y los músicos, quienes lideraron la revuelta; celebraron el sentimiento, la naturaleza, la autenticidad. Tras compartir unas notas de lectura sobre algunas de las manifestaciones artísticas del año 1801, escribe Gioia: “Parece que el primer paso en la confrontación con el racionalismo consiste en quitar la luz a las Luces. Veremos una avalancha de poemas sobre el sueño, los sueños, los ruiseñores, las estrellas y la luna, así como acerca de los oscuros recovecos de la vida interior.” Y añade: “Mi hipótesis es que nos estamos moviendo de una estética de la luz a una estética de la oscuridad. Cuando la tiranía racionalista y algorítmica se haga demasiado extrema, el arte volverá a las tinieblas de la vida inconsciente y acaso uterina.”

Románticos contra el algoritmo

Volviendo sobre el asunto en una entrada publicada el pasado mes de marzo, Gioia sostiene que la reacción romántica contra los algoritmos está ya en marcha y ganará fuerza de manera irreprimible, dando así lugar a una nueva época romántica. Entre quienes han abundado en la misma hipótesis se cuentan el periodista Ross Barkan (para quien pronto comprobaremos que la Inteligencia Artificial no va a mejorar nuestra vida y apunta hacia un movimiento de resistencia que trasciende la divisoria izquierda-derecha), el psicólogo Anjan Chatterjee (quien observa un crecimiento del número de personas que se sienten desencantadas o alienadas y aplaude el surgimiento de tendencias neorrománticas en la ciencia o el arte) y el pedagogo Campbell Frank Scribner (para quien ha llegado el momento de que los conservadores abracen las posibilidades del romanticismo).

Por último, Gioia abunda en las similitudes entre el racionalismo del siglo XVIII y el racionalismo del siglo XXI, subrayando las tres apuestas fallidas del primero: el intento por sujetar la política a reglas racionales, que “condujo” (sic) a la Revolución Francesa y la dictadura de Napoleón, de manera que “millones de personas murieron porque los algoritmos dominantes no funcionaron” (sic); la obsesión por sistematizar todo el conocimiento humano, con las taxonomías germánicas y el enciclopedismo francés ocupando el papel que hoy juega el ChatGPT (sic); y la imposición de una tecnocracia brutal que destruyó las vidas de la gente, a saber, esa Revolución Industrial cuyos horrores iniciales fueron frenados por los románticos, quienes se las apañaron para reemplazar los algoritmos de entonces por los valores del humanismo. ¡Casi nada!

Que Gioia tuviera primero una intuición y luego se pusiera a leer sobre el movimiento romántico para poder sustentarla encaja con la superficialidad de su diagnóstico. Sin duda, el conflicto al que se refiere es bien real: el desarrollo de la tecnología produce tensiones culturales y sociales, entre las que deben contarse las que atañen al sentido de lo que sea o deje de ser la experiencia humana. O quizá, mejor dicho, la experiencia humana conforme a los principios humanistas; humanas son todas las experiencias que tienen los seres humanos. Otra cosa es que concluyamos que no todas son igual de placenteras o satisfactorias o auténticas y sostengamos la necesidad de organizar la sociedad de tal manera que evitemos la generalización de aquellas que nos hacen infelices o frenan eso que damos en llamar «florecimiento personal».

Hay debate: persuadidos del extraordinario potencial que la Inteligencia Artificial tiene aún que desarrollar, Tyler Cowen y Avital Balwit apuntan así al desafío que supondrá para nuestra especie habitar un planeta en el que ya no seremos las entidades más inteligentes. ¿Cómo definiremos a nuestra especie y de qué manera lidiaremos con esa situación inédita? ¿Sabremos los contemporáneos hacer la transición hacia una sociedad organizada alrededor de la Inteligencia Artificial, o entraremos en una crisis de identidad que el anhelo neorromántico pone de manifiesto? O bien: ¿seremos capaces de poner la IA al servicio del florecimiento, o sufriremos una alienación que nos conducirá de nuevo –como pide Gioia– a la interioridad subjetiva y el disfrute del mundo natural?

Ahora bien, por otro lado: ¿puede el romanticismo volver de entre los muertos como si tal cosa, solo porque encontramos similitudes entre las condiciones de su aparición original y nuestra época? ¿Y qué se entiende aquí por romanticismo? Más aún: ¿cómo se relacionaba el romanticismo con ese racionalismo al que Gioia atribuye efectos deletéreos sobre la sociedad de su tiempo? ¿Podemos oponer sin más el romanticismo a la Ilustración?

Racionalismo y romanticismo, tan lejos y tan cerca

Bien cabe afirmar que el racionalismo defiende el uso de la razón con el fin de organizar eficazmente la sociedad, mientras que el romanticismo subraya la importancia que tiene todo aquello que la razón minusvalora o deja fuera: los sentimientos, las pasiones, la interioridad, el inconsciente, el sueño, lo natural. A veces, las oposiciones son difusas: el racionalismo puede desembocar en colectivismo, como sucede con la doctrina socialista, pero no excluye la consideración moral del individuo. Y si el romanticismo exalta la experiencia individual, su defensa del irracionalismo puede propiciar una política de masas. Tampoco está claro de qué lado caen las utopías: cuando Nathaniel Hawthorne novela en The Blithedale Romance su experiencia en Brook Farm, comuna agraria socialista de la que fue cofundador a comienzos de la década de 1840, no sabemos si pesa más el idealismo de sus miembros o el intento –fallido– por imponer unas reglas racionales de conducta originadas en la crítica del liberalismo burgués de orientación capitalista.

De hecho, Gioia dice que los románticos frenaron el imperio del algoritmo racionalista introduciendo límites a la voracidad de los patronos, pero ¿hay algo más racionalista que el marxismo? Adherirse al romanticismo supone asimismo pasar por alto que Hitler o Mussolini fueron más románticos que racionalistas, así como olvidar que los populistas de nuestro tiempo se sirven de las emociones para alcanzar sus fines. Para colmo, el romanticismo político suele ser extremista y a menudo recurre a la violencia para intimidar o derrotar a sus enemigos. Denigrar el racionalismo de raigambre ilustrada, en fin, es olvidar que la defensa de la razón frente a la tradición y la superstición hizo posible que se alcanzaran logros irrenunciables: el gobierno democrático, la emancipación de la mujer, el desarrollo científico, la prosperidad material de las sociedades humanas. A ello hay que sumar la salvaje colonización de los pueblos aún no “civilizados”, el empleo no menos cruento de la violencia política o la explotación sistemática del mundo animal; así es el fuste torcido de la humanidad.

A decir verdad, Gioia no estaría rebelándose contra el racionalismo ilustrado, sino más bien –acaso sin saberlo– contra los excesos del positivismo: esa rama de las Luces que pone un foco de gran potencia sobre la sociedad y termina por cegarla. Positivismo y romanticismo serían dos manifestaciones de la misma Ilustración, decía Javier Muguerza; ambas están contenidas en el pensamiento de los philosophes. También Ernst Cassirer, filósofo de primer nivel que el divulgador alemán Wolfram Eilenberger trata de recuperar para nuestro presente, insistía en la dificultad de separar a ilustrados y románticos. Concuerda María José Villaverde en Rousseau visto por sus contemporáneos: odio e idolatría, su último libro: “Las Luces no fueron una filosofía rígidamente estructurada, sino un movimiento de contornos imprecisos, al igual que las Anti-Luces.” El propio Rousseau, que tanto hizo por elogiar al buen salvaje y exaltar la sensibilidad, fue partidario de un asamblearismo colectivista donde el individuo está subordinado a esa volonté générale de la comunidad que nadie puede discutir. Por su parte, Kant no sostuvo que la realidad natural careciese de existencia autónoma, solo recalcó que la conocemos a través de nuestros sentidos… e introdujo mediante el principio de la autonomía moral la semilla del desorden político: si cada uno debe obedecer los mandatos de su ley interior, ¿cómo llegaremos a decidir pacíficamente cuál es la ley que a todos nos obliga?

¿Neorromanticismo como receta?

Vayamos terminando. Gioia se adscribe a una visión pesimista de la modernidad en la que el abuso de la tecnología pervierte la experiencia humana: aunque vivamos más tiempo, con mejor salud y en condiciones de mayor libertad aparente. Creyendo dominar el mundo natural por medio de la ciencia y la tecnología, acabamos convirtiéndonos en siervos de nuestros hallazgos; hemos de liberarnos regresando a aquello que se opone a la tecnificación: la subjetividad, los sentimientos, el inconsciente. Pero ni él ni el resto de partidarios del neorromanticismo describen un movimiento ya existente, sino que más bien prescriben la necesidad de ponerlo en marcha. Y no porque deseen volver atrás, matiza Gioia; de lo que se trata es de combatir los excesos perpetrados por las nuevas tecnologías antes de que nos esclavicen del todo.

Pero ¿no fue ya neorromántica la década de los sesenta, cuando estalló la contracultura en medio mundo? Mientras los situacionistas denunciaban la alienación del espectador en la sociedad del espectáculo, los hippies celebraban la Era de Acuario y los practicantes del pop art daban un nuevo significado a las mercancías del consumo de masas; después llegarían la violencia ideológica de los setenta y el individualismo yuppie de los ochenta. Nuestra propia época es sincrética y, por ello, apenas legible; combina elementos culturales heteróclitos que no componen un orden discernible. En el interior de la cultura, el romanticismo es apenas una corriente más; ningún movimiento parece dominar el rumbo sin rumbo de las artes contemporáneas. Y lo que se haga o deje de hacer en Occidente no es ya lo único que cuenta: el mundo se ha globalizado y no hay arancel que pueda devolverlo a su estadio provincial.

Por añadidura, no parece que la influencia romántica sobre la política sea muy deseable a la luz de los precedentes; incluso podría alegarse que Donald Trump es, a su manera, un romántico. De ahí no se deduce que los excesos del optimismo tecnológico deban ser ignorados; la dificultad estriba en dilucidar dónde hay un exceso y dónde una oportunidad. Nada impide que los practicantes del romanticismo se afanen en la práctica de las artes, por medio de las cuales podrán ejercer influencia sobre las percepciones colectivas. Tampoco hay obstáculos para el experimentalismo social; quienes deseen vivir de otra manera no tienen más que probar suerte y esperar que su ejemplo inspire a los demás. Sin embargo, ni siquiera está claro que la nuestra sea una época donde el primado de la razón se haya vuelto asfixiante; cuando se echa un vistazo ahí fuera, uno tiene la impresión contraria. De manera que los neorrománticos harían bien en concretar el objeto de sus quejas, que parece ser el uso creciente de las tecnologías digitales y de la Inteligencia Artificial. Sobre eso, claro, tenemos que hablar; lo estamos haciendo.

Termina Gioia preguntándose si un romanticismo contemporáneo podría de nuevo ser liderado por la música: “¿Qué podría ser más opuesto al racionalismo brutal y descontrolado que una canción?” No está de más recordar –nuestro hombre no lo hace– que el romanticismo del XIX fue nacionalista; para bien y para mal. Pero es igual: si en 1800 tuvimos a Beethoven, dice, ¿qué clase de música será la que hoy marcará el camino? Cada uno de nosotros tendrá una respuesta; mientras tanto, a ver si el algoritmo de Spotify da con ella.


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