Un custodio invaluable

Los humanos custodian teléfonos y se convierten en guardaespaldas, chóferes o asistentes personales de los dispositivos.
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Cada teléfono móvil tenía un humano que lo custodiaba. Ese humano desempeñaba para el teléfono las funciones combinadas de un guardaespaldas, un chófer y un asistente personal. 

El teléfono recibía del humano información sobre citas, compromisos, previsiones, días, horas, lugares, personas, manías, costumbres… que el teléfono interpretaba, transformaba y devolvía a su custodio en forma de, por ejemplo, una alarma para que su asistente pudiese seguir formando parte del mundo, ser convocado a nuevas citas, establecer contacto con nuevos custodios, asegurándoles así a los teléfonos su permanencia en la rueda de lo cotidiano, que hasta el momento no habían tenido capacidad de hacer girar por su cuenta. Si el chófer se olvidaba del teléfono y partía sin él, volvía a buscarlo allí donde se lo había dejado. ¿Adónde iba a ir sin él? Pero a lo mejor en las fábulas en las que aparecen carrozas que recorren vacías las calles de la ciudad podríamos encontrar una pista. A partir de cierto momento, de vez en cuando, algunos humanos que por despiste o por otras causas se veían transitoriamente liberados de su responsabilidad celebraban el estado de emancipación provisional y fantaseaban con una vida diferente, o con otro modo de rellenar las horas, o con otra personalidad, mirando de reojo y con alivio la inminente restauración de la jerarquía, o tal vez sea mejor decir “del acuerdo”.

El teléfono acumulaba los documentos importantes para el custodio igual que una persona le administra el dinero a otra. 

El teléfono recibía la protección del humano, que lo defendía de peligros como los daños materiales o como los secuestros, aunque, sobre esto último, es posible que al teléfono no le importase demasiado en qué manos estaba, pues lo importante era la posibilidad de movimiento y desarrollo que el teléfono recibía del contacto con el humano en general más que con un espécimen en particular. Desde cierto punto de vista, a saber, el humano, era no solo posible sino inevitable advertir diferencias entre los individuos de la especie, pero la energía cálida, la naturaleza de transmisor de la información y una cierta autonomía, características generalizadas indistintamente entre sus miembros, eran precisamente lo que les permitía su desempeño como guardaespaldas de los móviles. Era más desconcertante para el humano hacerse cargo de un teléfono ajeno que para un teléfono ser acariciado por unas yemas desconocidas. Si el teléfono se rayaba, se resquebrajaba o se humedecía, el humano le aplicaba distintos tratamientos o lo encomendaba a custodios más competentes para que lo devolviesen al estado más parecido al original.

El teléfono daba a cambio muchas cosas. Ponía en contacto a unos custodios con otros: era como cuando se celebra una gran fiesta y la servidumbre puede relacionarse entre sí. Puede verse en ello una puesta al día de la vieja frase de Villiers de L’Isle-Adam: “En cuanto a vivir, los criados pueden hacerlo por nosotros”. En esta breve escala en el decadentismo nos topamos también con los caprichosos gatos, que según se dice revelan el inconsciente de aquel con quien viven o con quien simplemente interactúen. Pues bien: el teléfono también hacía un diagnóstico del estado emocional de su asistente, al catalizar su estrés, sus frustraciones o su euforia, y de sus propensiones o intereses menos advertidos. Poco a poco fue haciéndose capaz de ofrecer cada vez más cosas, inventadas por el humano pero celebradas por este como si fuesen novedades, con un entusiasmo no se sabe si debido a la mala memoria o a la cortesía. 

Parece que el teléfono no era clasista. No le importaban la extracción social de su guardián ni el dinero que ganaba. Para el teléfono todos eran iguales y la manera personal de cumplir con las encomiendas era suficiente en todos los casos, pues lo que importaba era la humanidad de las manos en las que se estaba, y no su característica distintiva. Algo que volvió a relucir con el acuerdo, o quizá nunca lo había hecho tanto, fue la dignidad humana: todos los custodios eran superiores a sus teléfonos.

Que a un número de teléfono determinado se le fueran asociando sucesivos dispositivos es un fenómeno que trae evocaciones de las filosofías y tradiciones dualistas. Era muy difícil pensar en los teléfonos en términos ajenos a la experiencia humana. Algunos conceptos, como el de obsolescencia programada, saltaron a su vez de los custodiados a los custodios, como piojos que se aventuran en una nueva cabeza y prosperan en ella.

El teléfono iba dando instrucciones como una mano misteriosa que entrevemos por la ventanilla de un tuctuc.


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