Moverse con el agua (fragmento)

Por cortesía de la editorial Almayer, presentamos un fragmento de “Moverse con el agua. Una historia del mar”, el primer libro de Hannah Stowe.
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Cuervo de fuego

Nunca ha habido un solo momento en que no conociera el mar. Cuando estaba en la cuna a los pies de mi madre, día tras día, el viento salado soplaba alrededor de nuestra casa. Se mezclaba con el dulce aroma de la madreselva, que se enroscaba en torno a su estudio en el jardín, y filtraba una luz moteada mientras ella plasmaba con su pintura amables mundos en papel. Los pequeños y fuertes robles que mi padre había plantado cuando yo nací se doblaban y retorcían por el viento, enmarcando mi mundo. Un rugido silencioso, agua sobre arena y piedra, mientras las mareas subían y bajaban, a la vez ritmo y rima. Al principio, solo era una canción de cuna.

Durante toda mi infancia, siempre estuvo presente el tiempo atmosférico. Por la noche, me acurrucaba en mi cama, situada en el desván de nuestra casita de campo, junto a la chimenea, templada por el fuego, mientras las tormentas sacudían la pizarra del tejado, con un gato pelirrojo ronroneando a mi lado. Cuando estaba despierta, observaba el haz de luz del faro de Strumble Head que atravesaba la noche y me acompañaba en las horas oscuras como la tinta. Por la mañana, raspaba el rocío salino de las ventanas, pasando el dedo por esa mancha gris blanquecina, un sabor veloz y punzante en la lengua.

Esa casita junto al mar era una especie de puerto, un lugar en el que siempre me sentí segura. Destartalada en todos los sentidos: las paredes semiderruidas, la pintura desconchada, el papel pintado despegado, los muebles arañados por los gatos y las alfombras mordisqueadas por los perros. El jardín era a la vez práctico y descuidado, consecuencia del salvaje rechazo de mi madre al césped impecable del lugar en el que se había criado. Teníamos un jardín de hierbas aromáticas y un pequeño huerto, pero no siempre estaban atendidos. En los setos crecían zarzas y apio caballar, y había que tener cuidado con las ortigas. Un gran fresno se erguía como un guardián al pie del camino, con sus hojas exuberantes y verdes. Por la noche, a menudo me paraba bajo este árbol y miraba el cielo nocturno con mi madre, localizando la constelación de Orión, el gran cazador con su espada, su arco y su cinturón. Elegimos Orión por el sencillo motivo de que sus estrellas fueron las primeras que me llamaron la atención. Las observaba fijamente, fascinada por la luz celeste. Un camino de cemento marcado con tiza, una rayuela cruzada y nudosa que serpenteaba hasta la puerta. Las hormigas lo recorrían, laboriosas y decididas, antes de regresar a su nido frente al rosal. Una vez que nos visitó mi abuelo, amenazó con echar insecticida en el hormiguero. Era un hombre contradictorio: un naturalista cuando paseaba por las colinas de Cotswold, donde vivía, y que conocía el nombre de cada pájaro que pasaba volando, de cada árbol (desde la hoja a la corteza), como si fueran miembros de su propia familia, pero que –dentro de su propio jardín– era también enemigo del caos rítmico de la naturaleza. El día que se marchó, alargué mi manita al estante de la cocina y cogí un paquete de azúcar; cómo brillaban los gránulos blanqueados al sol cuando les serví un auténtico festín en señal de rebeldía.

Las gallinas picoteaban en el patio, los guisantes de olor trepaban por las cañas y florecían las rosas silvestres. Sobre la puerta principal de roble colgaba una boya de pesca naranja, los marcos de las ventanas estaban deteriorados por la sal y los cristales traqueteaban. La veleta, situada en lo alto del tejado, estaba torcida y el «norte» apuntaba más al noreste que al polo. Dentro de la casa, montañas de libros formaban laberintos polvorientos; en el fregadero siempre había algo por lavar y mi gato pelirrojo dormía en la repisa de la chimenea: parecía la liebre de Durero. Encontrar un sitio en el sofá requería una delicada negociación con un collie o un lebrel. La única fuente de calor era el fuego de la chimenea, que ardía todo el año. Me sentaba frente a aquellas llamas, en una alfombra de piel de oveja, sobre el frío suelo de pizarra, con estilográfica, pincel y papel en mano, y convertía en pintura y tinta mis furiosos cambios de humor; incluso entonces me resultaba mucho más fácil expresarme mediante la palabra escrita y la pintura que hacerme entender en voz alta.

Había una corriente en mi interior. Algunas veces fluía recta y verdadera, serena en la superficie, pero sin duda rápida. Otras veces, los vientos de la vida giraban a contracorriente, se producían abruptas caídas en cuestión de segundos y yo me enfurecía, tempestuosa. Y, en ocasiones, el agua se dirigía a un lugar más profundo. Un lugar en el que aún era capaz de ver la luz que se filtraba desde la superficie y, sin embargo, me sentía obligada a permanecer en silencio en la oscuridad. Esa era, esa es, mi naturaleza. Los días y los años añadieron longitud a mis extremidades, fuerza a mis músculos, a la vez que la llamada de la sal se hacía más fuerte. Por la noche, mientras el haz del faro giraba e iluminaba tierra y mar, empecé a preguntarme hasta dónde llegaba la luz, qué había ahí fuera, en los confines de aquella oscuridad. Empecé a trepar los árboles, arriba, arriba, cada vez más alto, hasta que las ramas se volvieron delgadas y flexibles, doblándose bajo mi peso. Más arriba aún, forzaba los límites de mi jardín, de mi espacio, hacia el aire, balanceándome como en el aparejo de un barco hasta que, al final, no quedó ningún dosel arbóreo que reclamar. Por encima del tejado de casa, desde lo alto de la copa, llegaba a ver el mar. Enseguida comencé a trepar por las ventanas de la buhardilla, hasta las tejas de pizarra, para ver mejor. Una vez explorados todos los rincones de casa, por dentro y por fuera, me aventuré a deambular más allá de los setos cargados de flores de endrino que bordeaban mi hogar.

El rojo del milano real,
el azul del cielo,
el amarillo del tojo.

Esos fueron los colores primarios de mi paisaje.

Había dos caminos hacia el mar. Uno discurría a lo largo de las lindes de una tierra de pastoreo, domada por ovejas desgreñadas; los mechones de su lana flotaban, enganchados al alambre de espino. El otro tenía una naturaleza más agreste, un sendero bordeado de muros de piedra cubiertos de helechos y ombligo de Venus, de un verde oscuro exuberante contra el gris, que caía hacia el espino, cuyos frutos, unos diminutos farolillos rojos, maduraban y llenaban de ardiente esperanza el paisaje durante todo el invierno. Al final del camino, al cruzar la verja, el campo se abría, con tojos y zarzas dispuestos a arrancarte la piel. Los ponis salvajes vagaban, briosos y sin miedo, mientras las aves de rapiña sobrevolaban sus cabezas. Los vientos del suroeste soplaban con fuerza, todo el mar de Irlanda se extendía ante ti, vasto y resplandeciente, claro, oscuro, tormentoso, tranquilo. Desde aquí, se podía descender aún más, hasta que el camino se convertía en senda de zorros o de tejones, serpenteaba entre helechos y se transformaba en piedra cuando te acercabas al borde del acantilado para bajar a trompicones hasta el mar. De adolescente, me detenía en la cima de la colina, con los ojos cerrados y los pies firmemente anclados al suelo. Y respiraba, la tierra, la piedra vieja y el agua salvaje. Inspiraba hasta que me dolía el pecho, lleno a reventar. ~


Traducido del inglés por Rosa Martí.


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