En su novela más reciente, Oposición (Anagrama, 2025), Sara Mesa vuelve a un tema que había tratado en el ensayo Silencio administrativo. La novela le permite que entre el humor y hacer el retrato de la parálisis de la administración desde dentro. Con guiños a otros textos sobre el mismo tema, la novela de Mesa apunta a una de las señas de la administración: el uso de un lenguaje incomprensible.
¿Cómo se relaciona esta novela con el ensayo Silencio administrativo?
Son dos libros que están muy vinculados, pero que a la vez son muy diferentes. Silencio administrativo lo escribí con voluntad de denuncia, tenía muy claro dónde quería llegar, mientras que Oposición es una novela y, como en toda obra de ficción, hay un mayor grado de complejidad e incertidumbre. Los dos libros se basan en experiencias reales, es decir, contienen una dosis de verdad, pero en Silencio administrativo buscaba la objetividad en la exposición de los hechos y en Oposición no. Por otro lado, Silencio administrativo parte de la visión de la burocracia desde fuera, desde los ciudadanos que la padecen, mientras que en Oposición el foco narrativo está en los funcionarios, que también padecen la burocracia aunque de otra forma.
Oposición relata el mundo del trabajo administrativo desde dentro; Sara, la protagonista, descubre que el sistema está lleno de trampas paralizantes en el propio trabajo, y ella trata de rebelarse contra eso, como una especie de anti-Bartleby.
Sí, podría decirse que la protagonista no quiere no hacer, como Bartleby, sino que quiere hacer otra cosa. No se niega a trabajar, sino que trata de encontrar un espacio de sentido dentro de una estructura que tiende a la deshumanización y que le resulta profundamente incomprensible. Lo paradójico es que cuanto más intenta ejercer su criterio, más se ve sancionada o desplazada. En ese sentido, es una rebelión muy íntima, casi silenciosa, pero también muy costosa. Me interesaba explorar ese tipo de disidencia no épica, que no estalla, pero que es inevitable porque surge del malestar.
El título puede hacer referencia a la oposición a la que se presenta la protagonista, pero también puede ser oposición en el sentido de oponerse, ¿por qué juegas con esa ambigüedad?
Precisamente por eso: porque me interesa esa zona ambigua donde los términos administrativos se cargan de connotaciones emocionales y vitales. La oposición administrativa no es solo un trámite o un examen para acceder a la función pública, sino también una forma de disciplinamiento, una competición cuyo final es la obtención de la plaza (lo que venga después importa menos). Hay una paradoja en el hecho de que prepararse para una oposición pueda ser, en muchos casos, un acto de sumisión a una lógica que de fondo se rechaza: mucha gente llega ahí de rebote. Por eso también está la otra acepción en la novela: la de oponerse, resistir.
Decías que uno de los retos de esta novela estaba en contar algo tedioso sin que el resultado fuera también tedioso, ¿cómo te enfrentaste a eso?
El tedio forma parte del tema, pero no quería trasladarlo mecánicamente al lector. Me ayudó trabajar con los ritmos, que van de menos a más, con el dibujo de los personajes, que se van redondeando según se avanza, y también con el uso de ciertas disonancias, pequeñas grietas por donde se cuela lo absurdo o lo poético. Y, sobre todo, me apoyé en la mirada de la protagonista: una mirada asombrada, que cuestiona, que no acepta sin más, que se incomoda.
Una cosa llamativa de la novela es que, al transcurrir en el espacio de trabajo, apenas sabemos nada de la vida de la protagonista. Imagino que eso fue un reto…
Tuve claro desde el principio que toda la novela tenía que transcurrir dentro del edificio administrativo, que está inspirado en uno real que hay en Sevilla, y que es enorme, laberíntico y un poco disparatado. El espacio de trabajo es central siempre, pero más cuando se trata de un trabajo tan inmovilista y poco estimulante como el que hay ahí dentro. Así que me centré en describir el impacto que tiene sobre la protagonista, los cambios que se van produciendo en ella, porque algo central en este libro es hablar de cómo quienes se dedican a tareas burocráticas acaban siendo absorbidas por ellas. Lo que sabemos de la narradora lo sabemos por las informaciones que va soltando, por su forma de hablar y de actuar. Ella misma reflexiona en un momento dado y dice que el exterior se le está emborronando, mientras que el interior se le hace cada vez más imponente y preciso. Y así ocurre con todos los demás personajes.
El humor –hay distintos tipos de humor en la novela– es muy importante en el libro, ¿apareció o lo buscaste?
Apareció porque, por trágicas que me parezcan las consecuencias de la burocracia, también encuentro en ella elementos muy cómicos. Es un humor seco, que subraya lo ilógico de los procedimientos y que roza lo absurdo. Tiene que ver con las situaciones límites que se viven dentro del sistema: cuando se lleva la lógica administrativa hasta el extremo, lo que emerge es una especie de ironía involuntaria. También creo que hay un humor en la forma en que Sara observa el entorno, un humor que viene de su agudeza, de su inconformismo. Es una defensa. Reírse, aunque sea hacia adentro, es una forma de no sucumbir del todo.
Uno de los elementos fundamentales de la novela está en el análisis del lenguaje administrativo, a veces parece teatro del absurdo, ¿qué te interesaba explorar?
El lenguaje nunca es neutro, y el administrativo menos aún. Es un lenguaje que ordena, clasifica, excluye. A menudo es una herramienta de poder que se disfraza de objetividad. Me interesaba mostrar cómo ese lenguaje puede alienar, cómo puede vaciar de sentido lo que nombra. En la novela, ese lenguaje genera una especie de atmósfera irreal, como de representación teatral donde todo se repite, todo está reglado, pero nada llega a decirse de verdad. Cualquiera que haya pasado por una oficina pública reconoce ese tipo de discursos vacíos, redundantes, que se sostienen sobre sí mismos.
Háblanos del tratamiento del espacio en Oposición, el edificio de oficinas y sus alrededores es casi el único lugar en el que vemos a Sara.
Este edificio circular, que como dije antes no inventé, sino que viene de uno real, refuerza la sensación de encierro, de circuito cerrado. Al no salir de ahí, todo se vuelve más denso, más simbólico, más asfixiante también. Pero eso no significa que Sara no tenga una vida fuera, sino que esa vida ha sido absorbida, desplazada, incluso anulada por la dinámica laboral. Creo que muchas personas pueden reconocerse en eso: cuando el trabajo no solo ocupa el tiempo físico, sino también el mental, el emocional. En cierto modo, Oposición podría leerse como la historia de una identidad que se estrecha y resiste a la vez.
A la vez, están los poemas dadaístas, la escritura secreta de la protagonista y los dibujos de Iñaki Landa, ¿cómo convive eso y por qué está en la novela?
Todo eso aparece como grietas. Grietas dentro del sistema, pero también dentro del personaje. Los poemas dadaístas no son simplemente un juego: son una forma de sabotaje desde el lenguaje. El dadaísmo, con su ilógica, con su humor, cuestiona los principios de orden y sentido sobre los que se construyen instituciones como la administración pública. La escritura secreta de la narradora es un intento de decir lo que no se puede decir de forma directa. Y los dibujos aportan otra capa: la visual, lo corporal, lo que no puede atraparse con palabras. Me interesaba que la novela no fuera solo texto, que tuviera interrupciones, fisuras que complejizaran la lectura y reflejaran esa pulsión de libertad, de disidencia, que también está en el personaje.
Otra de las ramas de la novela es la relación de Sara con dos de sus compañeras, Sabina y Beni, personajes bastante opuestos y que también apelan a rasgos de Sara muy distintos. ¿Qué te interesaba de ese triángulo?
Sabina y Beni funcionan como espejos o contrapuntos. Ninguna es “mejor” o “peor” que la otra, pero sí representan modos distintos de estar en ese entorno laboral. Beni se pliega, sobrevive a base de adaptarse, termina creyendo a pies juntillas en la administración. Sabina, en cambio, es frontal, explosiva, en apariencia insumisa pero conformista desde el cinismo. Sara no encaja del todo con ninguna de las dos, pero ambas le afectan, la interpelan. La relación entre las tres tiene momentos de tensión, de afecto, de distancia, y todo eso me permitía explorar matices de la protagonista que no habrían salido a la luz en soledad.
Además de Beni y Sara, hay un buen plantel de secundarios, cada uno con sus peculiaridades y sus rasgos de personalidad…
Sí, me interesaba que el entorno no fuera simplemente un decorado. Los personajes secundarios, aunque ocupen poco espacio narrativo, forman parte del ecosistema burocrático, y cada uno encarna una forma distinta de adaptarse, resistir o diluirse. Son pequeñas modulaciones de una misma partitura. Están los que cumplen sin pensar, los que reproducen las normas como autómatas, los que se sienten cómodos en la rigidez, y también los que, como la narradora, arrastran una incomodidad que no siempre saben verbalizar. Intenté que incluso los personajes más breves tuvieran un gesto, una frase, algo que los hiciera reconocibles, no tanto por su profundidad psicológica como por su función dentro de la máquina. Son piezas, pero también personas. Y todos, incluso los que parecerían más caricaturescos, toman rasgos reales de gente que conocí dentro de la administración.
El libro tiene fugas: los poemas, por ejemplo, la trama con Sabina o el asunto de los gatos, que acercan la novela a otros géneros y atmósferas. ¿Esas escapadas del tema central son buscadas?
Sí, y las llamas bien: son fugas. No solo en el sentido musical, sino también como intentos de huida. No quería escribir una novela cerrada sobre el mundo laboral; quería mostrar cómo la mente de alguien atrapado en un sistema así busca salidas, incluso inconscientemente. Los poemas, la visión mágica de los gatos, la fascinación por otra persona… todo eso introduce zonas de ambigüedad, de afecto, de rareza, de deseo también. Rompen el tono monocorde, lo fisuran. Me gusta pensar que en esas fugas está la posibilidad de algo distinto, aunque sea pequeño, aunque no se concrete. Son momentos de suspensión dentro de una estructura muy rígida. Porque al final no estoy hablando ahí solo de la mera burocracia, sino de algo más grande, más fuerte, más sólidamente interiorizado por todos nosotros. Algo como los procedimientos, los sistemas, la organización, la planificación, lo estructurado.
Tu novela engrosa la literatura sobre la burocracia, y en el propio texto incluyes guiños a esas obras, ¿cuáles fueron tus referentes en ese sentido?
Siempre digo que, cuando hablamos de burocracia, no se puede escapar a la monumental sombra de Kafka, pero en este libro también están muy presentes las visiones del trabajo de oficina de Robert Walser y de David Foster Wallace. Me resultaron reveladores también los testimonios que recogió David Graeber en Trabajos de mierda, su ensayo sobre los trabajos inútiles y sin sentido, y por supuesto su ensayo sobre la burocracia, La utopía de las normas. Y como me interesan muchísimo los mecanismos de la obediencia, siempre tengo en mente Obediencia y autoridad, el libro de Stanley Milgran resultado de su ya canónico experimento, que tiene que ver con el trabajo administrativo más de lo que parece, así como todas aquellas novelas que incluyen procesos o juicios para quienes se salen de las normas, desde el Desgracia de Coetzee al El teatro de Sabbath de Philip Roth.