Rosario Castellanos, de tiempo presente

La obra de Rosario Castellanos es vigente por sus hallazgos, sus riesgos literarios y vitales. A cien años de su nacimiento, la impronta de su pensamiento nos habla.
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Una escritora nace muchas veces. También un día como hoy, 25 de mayo, bajo el signo de Géminis, asociado al aire, al intelecto, las espadas. Y al recordarla vuelvo a una obra prolífica, vigente, que marca una geografía difícilmente abarcable. El dato biográfico pareciera, apenas, un norte intuido. De cualquier manera, es imposible destrenzar vida y obra, al menos en la imaginación, en el momento de repensar su figura autoral. En ese movimiento de criba, entre sus textos y lo que conozco, se me multiplican las Rosarios: la escritora, la pensadora, la madre.

Se me viene a la mente un retrato suyo a blanco y negro; una foto que es más presencia que imagen: Rosario, con las cejas oscuras, piensa; no mira a la cámara. Y un día, en un taller de poesía, tocó decir en voz alta: “Debe haber otro modo que no se llame Safo / ni Mesalina ni María Egipcíaca / ni Magdalena ni Clemencia Isaura. / Otro modo de ser humano y libre. / Otro modo de ser” (“Meditación en el umbral”, 1972). Si recordar es dejar que la vida se prolongue, escribir es procurar otras formas de nacimiento; quizás, en el mejor de los casos, multiplicarse.

Especular para ser exacta

Al pensar en las biografías de escritores, artistas y figuras célebres, pienso en esas medidas de imaginación, estilo y obsesiones de quienes las escriben; rutas vitales como cartografías trazadas con infinidad de temperaturas y datos para leer territorios. Es decir, además de geografías insospechadas y ejercicios de lectura, la figura de una autora cambia con sus lectores; nace y muere en ciclos de discusión, interpretación, sensibilidad.

Ahora bien, desde un criterio tal vez demasiado anecdótico y personal, digo que leer a Rosario por primera vez fue sentir que era posible reinventarse en el ejercicio poético, especular que la escritura no solo alteraba la vida, sino que implicaba otra vida: ser escritora podía ser una elección radicalmente individual. En sus versos, la imagen de Rosario aparece como una idea que no rehúye de quedarse inconclusa; y en esa duda es luminosa porque a lo lejos deja ver esa Yo que encarnó contradicciones, ausencia, la condición de sus circunstancias vitales; casas de infancia, contextos y roles. Como apuntó Elena Poniatowska, para la autora escribir poemas era una especie de racionalización, un descanso donde dar otro giro a las cosas. Nada de sí parecía escrito en piedra. “Nunca es más racional que en su poesía. Encuentra la palabra exacta, la pone y ya está […] ¿Es la relación amorosa lo único que hubiera podido darle estabilidad? ¿O es justamente el hecho de que ésta le sea negada lo que la lleva a escribir?”. La creación como sosiego en la falta de certezas. Leer a Rosario era sentir que la poesía respiraba un poco menos agitada, y se sentaba a pensar en su escritorio.

Autorretrato imposible

¿Es posible para una escritora definirse a sí misma? La pregunta es poco sugerente, quizá, porque la escritura creativa demanda búsquedas. En su posibilidad de acción, la palabra en Rosario Castellanos afina el oído, sopesa, nos entrega versos para reconocer, capa tras capa, las dimensiones de una existencia consciente de aquello que la determina. Y así, de lo que desconoce y se avizora como una especie de libertad. Escribir no es agotarse en un ejercicio de autodescubrimiento, sino que permite el paso de ese presente poético, donde ella es, a un tiempo, ese entorno que la nombra, define, cambia: “Así, pues, luzco mi trofeo y repito: / yo soy una señora. Gorda o flaca / según las posiciones de los astros, / los ciclos glandulares / y otros fenómenos que no comprendo.” (“Autorretrato”, 1972). Dentro de todo, no es una quien define la propia imagen, sino la idiosincrasia, el cuerpo, las creencias. A veces, quizás, el reflejo sea claro. A ojo de buen cubero, según el cristal con que se mire.

Bajo un sol que duele  

Incluso hoy, el episodio Rosario Castellanos-Ricardo Guerra me produce frustración. Me devuelve y me sitúa ahí donde mis amigas y otras mujeres me han compartido su dolor, sus apegos, como un pacto que no se rompe. Relato desgastado y predecible que pareciera determinar, todavía, nuestro vínculo con una voluntad creativa, con una percepción del presente. Leo sobre las cartas que Rosario enviaba a Guerra e imagino un sol que nos llega por la espalda, que proyecta nuestra sombra alargada y ominosa en la banqueta. Y debajo el concreto. Entonces le damos la espalda porque voltear es quemarse la retina. La única opción es retirarse, cambiar de posición: “Henos aquí hace un siglo, sentados, / meditando encarnizadamente / cómo dar el zarpazo último que aniquile / de modo inapelable y, para siempre, al otro” (“Ajedrez”, 1950). Así, encuentro en estos versos una ruta familiar por amarga (y espero decadente), como un hilo que guía, siempre de vuelta, hacia frases que resuenan como dichos de antaño; resonancias porque son, ante todo, compartidas. Y pese a todo, la obra de Rosario Castellanos es vigente por sus hallazgos, sus riesgos literarios y vitales; gracias a ellos volvemos a celebrarla en tiempo presente. Pese al momento de producción de su obra, de lo innegablemente histórico y social, la impronta de su pensamiento nos habla. Ese lugar donde ahora la buscamos, frágil y lúcida, capaz de mirar de frente, en su escritura, sin riesgo de ceguera. ~


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