Después de 15 años de ausencia, caminar los anchos bulevares de la Damasco moderna y las intricadas callejuelas de la ciudad antigua, entre el magro cauce del río Barada y la mirada omnipresente del monte Casiún, produce un sentimiento de familiaridad mezclada con extrañeza. La ciudad capital continuamente habitada más antigua del mundo, con sus miles de años de historia y de historias, sigue siendo la misma de la que me despedí, con pesar, aquella primavera malograda de 2011, pero al mismo tiempo, es una ciudad completamente distinta.
Los regios patios de los palacetes otomanos con sus porches, arcadas y fuentes. El dulce aroma que desprende la flor de azahar al esconderse el sol. La música de Fairuz y de Umm Kulthum. El canto del muecín anunciando la oración y las campanadas de las iglesias llamando a misa. El pan achatado y redondo recién horneado y el arak matizado por el agua y los cubos de hielo. Las azoteas con sus palomares y los callejones con sus gatos. Las noches de luna llena. El imponente patio marmolado y enmarcado por mosaicos bizantinos de la majestuosa Mezquita Omeya. Las multitudes de hombres, mujeres, ancianos y niños que se pierden en su inabarcable amplitud a cualquier hora del día. La Damasco de siempre, pero a la vez distinta.
Ahora, ese patio que yace sobre lo que fuera un santuario asirio, un templo romano dedicado a Júpiter y una catedral bizantina, antes de ser transformado en espacio de culto mahometano por la dinastía de califas de la que heredó el nombre, porta una visible cicatriz metálica, vallada, que lo separa, erráticamente, en dos partes desiguales, impidiendo que uno y otro sexo crucen, como antaño, su infinita anchura. Ahora, los hombres portan largas barbas, uniformes militares, rifles al hombro y miradas perdidas. Hablan con acentos distintos, incluso en lenguas desconocidas. Enarbolan la nueva bandera siria, coronada por una franja verde y tres estrellas rojas, pero también una blanca sobre la que reza un juramento musulmán de fe transcrito en negro, dolosamente parecida a la de los talibanes afganos. Se hacen fotos con una y con otra frente al minarete llamado de Jesús, donde dicta la tradición que el Hijo de Dios bajará del cielo el Día del Juicio Final.
Ahora, las mujeres visten largas túnicas negras que eclipsan los colores de antes y esconden sus manos, semblante y sonrisa, detrás de guantes y velos igual de oscuros. Ahora, los ancianos que quedan cuidan de niños huérfanos y de esposas viudas, víctimas colaterales de una guerra cuyas consecuencias no cesan. Indigentes, suciedad, hambre, desespero, carestía, inflación, caos vial, contaminación. Desplazados internos, refugiados, nuevos y viejos, desposeídos, borrados, desdibujados. Y también miedo. No miedo como el de antes a los todopoderosos agentes de la policía secreta de Al Assad que desaparecían, torturaban, asesinaban y acallaban, sino un miedo nuevo. Un miedo aún no se sabe a qué, pero que resulta imposible de eludir.

“Miedo, tenemos miedo. Por lo que ha pasado, por lo que está pasando, por lo que pueda pasar”, confiesa Maggie, damascena treintañera de largo y rizado cabello castaño, pobladas cejas y pestañas y amable trato, mientras esperamos a las puertas de entrada de la iglesia arzobispal de la comunidad armenio-católica de la ciudad, al inicio de las celebraciones por el Domingo de Ramos, previas a la eucaristía. Ahí están sus hermanos menores, algunos primos y también sus sobrinos, con boina y uniforme, tambores, baquetas, trompetas y banderolas, listos para la acción. En derredor, más familia y amigos, vecinos, sosteniendo palmas en forma de cruz, prestos para empezar las festividades por la Semana Mayor, la más importante en el calendario cristiano sirio. La misma escena se repite en la iglesia grecolatina, en la armenio-ortodoxa, en la melquita, en la maronita, en la greco-ortodoxa y en la siriaca; en todas y cada una de las parroquias de rito romano u oriental que conforman la diversa y nutrida comunidad cristiana de la ciudad.
Es la primera vez en la historia reciente de Damasco –camino de la cual Saulo de Tarso se convirtió en San Pablo, donde se encuentra la casa de San Ananías, se venera la cabeza cercenada de San Juan Bautista y se preserva la cueva donde, presuntamente, Caín mató a su hermano Abel– que no se realizarán las tradicionales procesiones de Semana Santa por entre el enramado de calles de la ciudad antigua. El miedo a lo que pasa, a lo que pueda pasar, al que hace referencia Maggie, las previene, las cambia por una fortísima presencia de efectivos de la policía militar del nuevo régimen sirio, las encapsula y limita al interior de los respectivos templos y sus atrios adyacentes. Les separa, por vez primera en mucho tiempo, del resto de Damasco.
Una Damasco nueva, de muchas primeras veces, como la que recibió a finales de febrero en su centenaria sinagoga sefaradí al rabino Yusuf Hamra, damasceno emigrado de 77 años, para presidir en ella la primera lectura de la Torá en más de tres décadas. La siguiente no se sabe cuándo será o si acaso será. Una Damasco de un miedo que todo lo toca.

“Yo volví para encontrarlo, para encontrarme. Porque no puedo imaginar a Damasco sin él”, declara un resolutivo Radwan mientras caminamos alrededor de la columna que engalana la céntrica plaza de Marjeh, sede del Ministerio del Interior sirio y otrora protagonista de ejecuciones públicas, hasta entrados los años 60 del siglo pasado. Ahora, tapizada con fotografías de los miles de sirios desaparecidos durante las más de cinco décadas en que la familia Al Assad gobernó con mano de hierro al país. De 1.90 metros de estatura, pelo rubio, ojos color de oliva y una mirada endurecida por las circunstancias, Radwan está a punto de cumplir 40 años. Hace un par de semanas volvió a Siria desde Suecia, a donde huyó buscando refugio en 2015. Quiere dar con el paradero de Hani, su hermano menor, detenido por la nefaria policía secreta de los Al Assad a finales de 2011, tras participar en una protesta pacífica a favor de la democratización del país. Desde entonces, su familia, desperdigada por medio mundo, como todas las familias sirias, entre Beirut y Canadá, pasando por media docena de países europeos, no sabe nada de él. Teme, como fue el destino de tantas otras personas, que haya sido encerrado, torturado quizá, muerto ojalá que no, en la infame prisión de Sednaya.
Localizada a 30 kilómetros al norte de Damasco, la cárcel de Sednaya se ha convertido en el más macabro legado del caído régimen. Inaugurada a mediados de los años 80 por Hafez Al Assad, padre y antecesor del depuesto presidente sirio, el centro de detención militar, transformado en campo de exterminio, albergó a docenas de miles de civiles, hombres y mujeres, en su mayoría detenidos por participar en protestas contra el gobierno durante los poco más de 14 años que duró la guerra civil en el país. De acuerdo con estimaciones del Observatorio Sirio de Derechos Humanos, una de las organizaciones no gubernamentales de la nación levantina con mayor reconocimiento internacional, cerca de 30 mil de dichos prisioneros fueron asesinados en los sótanos de tortura de Sednaya.

“Ahí, sí, ahí”, me indica insistente con la punta del rifle Amir, el guardia al que me han asignado para recorrer los tétricos interiores de la otrora prisión de máxima seguridad. Quiere que me agache hasta casi tocar el suelo con la frente para echar una ojeada a una de las celdas subterráneas donde asegura torturaron y asesinaron a quién sabe cuántos inocentes hasta hace apenas cuatro meses. Pero no puedo, no quiero, no lo hago. Un miedo con tintes de terror que sigue presente entre los muros profanados de la cárcel y más allá. Un miedo para el que no hay solución acertada, respuesta correcta, alternativa que valga.
“No podemos nosotros solos”, reconoce un flamante funcionario de aduanas del recién conformado gobierno, bajo condición de mantener el anonimato, en referencia a los múltiples retos que enfrenta la nueva Siria. En parte, tiene razón. Más allá de los resquemores que genera una administración política comandada por alguien que hasta hace unos años militaba en Al Qaeda –Abu Mohammed al Jolani, ahora Ahmad al Sharaa, el nuevo presidente sirio–, el país sobreviviente de la larga noche de los Al Assad y de una de las más cruentas guerras civiles en lo que va del siglo, necesita mucho más que una gestión que se mantenga a buena y prudente distancia del credo que profesan sus ciudadanos. La nueva Siria requiere de los sirios, de todos y cada uno de ellos, indistintamente de su confesión religiosa, filiación étnica o lengua materna. Requiere de kurdos y drusos, de alauíes y chiíes, de sus judíos, cristianos e ismailíes, de sus hablantes de arameo y armenio. Requiere de los que se quedaron y de los que se fueron. Requiere de los cerca de 6 millones de sirios que, de acuerdo con las cifras más recientes de la Organización de las Naciones Unidas, aún viven como refugiados en países vecinos y más allá.
La nueva Siria requiere también del resto del mundo para convertirse en un proyecto viable. Requiere que Washington y Bruselas levanten las lacerantes sanciones económicas impuestas en tiempos de guerra al régimen anterior. Requiere que Turquía e Irán, Israel, Arabia Saudí y Rusia, respeten, reconozcan y fortalezcan, sin inmiscuirse, su soberanía, fronteras y autonomía. Que cesen de bombardearla y ocuparla. Requiere de nosotros, en América Latina, para que desde la trinchera multilateral acompañemos su causa, animemos su reconstrucción, para que no separemos los ojos de ella.

“Inshallah”, ojalá, que así sea, en árabe, comparte conmigo, esperanzado, Yassin, en el café Naufara, local de tradición de la ciudad antigua a espaldas de la Mezquita Omeya, mientras aguardamos que el mesero nos encienda el narguile y traiga un par de tés con menta. El joven de escasos 20 años tenía apenas 5 cuando empezó la guerra. “El horror, el genocidio, la muerte” son palabras que utiliza para describir su breve pero lastimoso recorrido vital. No ha conocido otra cosa. Yarmouk, su barrio en la periferia damascena, hogar de un importante número de refugiados palestinos que como la familia de Yassin llegaron a Siria desde Jerusalén en 1967, aún está en ruinas. “Ojalá que el futuro sea mejor, ojalá. Porque el presente todavía no lo es”, agrega sonriendo antes de darle la primera fumada a la pipa de agua. Es lunes santo por la tarde, ya se acerca el Domingo de Resurrección. ~