Foto: Diego Torres Silvestre from Sao Paulo, Brazil, CC BY 2.0 , via Wikimedia Commons

Diego en el cielo con diamantes

Ha muerto Maradona, el más ubicuo y más universal de los argentinos. Un pedazo de la vida de sus compatriotas se va con él.
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Ha llegado el día que los argentinos pensábamos que nunca iba a llegar. Ha muerto Maradona. En el instante en que me enteré, algo se me rompió por dentro. Todo lo que estaba haciendo perdió importancia de inmediato, me dio un ataque de llanto, no pude más. Ha muerto Maradona y un pedazo grande de nuestras vidas se va para siempre. Nada será igual.

No ha habido, y probablemente no habrá, ningún otro argentino tan ubicuo, tan trascendente en su tiempo, tan universal. Todos sus compatriotas que hemos podido viajar sabemos lo que es andar por el rincón más incierto del planeta y decir Argentina para que la respuesta sea Maradona. Una palabra mágica: Maradona como contraseña, como salvoconducto, como sortilegio. Decís Maradona y las puertas se abren, te ven como a un amigo, como a uno de los suyos.

Como un hermano: así lo sentimos a él. Por eso nos duele tanto, porque forma parte de nuestra vida –como individuos y como pueblo– desde hace casi medio siglo, porque percibíamos su presencia, su compañía, porque de algún modo siempre sabíamos que estaba en alguna parte –en Italia, en Emiratos Árabes, en México–, en algún lugar del mundo haciendo su magia. Con una pelota o con las palabras, porque como pocos supo generar un cúmulo de frases que se incorporaron al acervo popular, poblado de tortugas que se escapan, de gente que le toma la leche al gato, de pelotas que no se manchan. Fue mucho más que el más grande futbolista de todos los tiempos. Como anotó en Twitter el escritor Julián López, fue Ulises, Sísifo, Orfeo, Júpiter, Urano, Hércules: el Diego fue todos los mitos.

¿Sabremos los argentinos vivir sin él? Tendremos que aprender. La vida de todos está atravesada por el Diego, por sus goles, por sus imágenes más emblemáticas, por el barrilete cósmico dibujado eternamente sobre el césped del Estadio Azteca para que –como dijo Víctor Hugo Morales en su histórico relato– el país sea un puño apretado gritando por Argentina. El Diego forma parte de la educación sentimental de muchas generaciones, para las cuales fue bandera, código, grito de guerra, héroe.

Un héroe con muchos defectos, sin duda. En ninguna parte dice que un héroe no deba tenerlos. Pero, como ha escrito alguien, sus defectos los compartía con millones: sus virtudes, con nadie. “Un Dios sucio, el más humano de los dioses –lo llamó Eduardo Galeano– un Dios que se nos parece: mujeriego, parlanchín, borrachín, irresponsable, fanfarrón. Eso explica la veneración universal que él conquistó”. Vivió una vida de película, o mejor: una de esas vidas que solo suceden en la realidad, porque tanta fantasía no cabe en ninguna ficción.

¿O acaso no desecharíamos por imposible, por ser demasiado novelesco incluso para los inverosímiles cánones de Hollywood, un guion que imaginara un partido entre las selecciones de dos países que apenas cuatro años antes han estado en guerra, y que en el equipo del país que perdió la guerra hay un jugador, un muchacho más bajito que la veintena de tipos que lo rodean, y que ese jugador anota, en un lapso de cinco minutos, los dos goles más recordados de la historia de los Mundiales?

Escribo estas líneas conmovido y a cada rato vuelvo a llorar, y trato de recordar cuántas veces lloré por él o con él. No lo sé con certeza: sé que fueron muchas. “Las lágrimas de Diego, el dolor de todos”, tituló la revista El Gráfico un artículo de 1990, ilustrado con la imagen de Diego tras perder la final del Mundial de Italia, la medalla de plata colgada en el pecho, llorando. Todos los argentinos lloramos ese día con él. Y lloramos de nuevo con él cuatro años después, cuando el doping positivo y la descalificación del Mundial de Estados Unidos, cuando contó que “le cortaron las piernas”, un día de una tristeza nacional tan vasta que quizá solo la de hoy lo supere. ¿Y hay acaso algo que una más que las lágrimas, que llorar juntos? Diego protagonizó algunas de las alegrías y de las tristezas más grandes de nuestras vidas. Alegrías y tristezas colectivas, nacionales. Todo eso logró.

Y lo logró desde la nada misma: desde el fango de Villa Fiorito, el barrio donde se crió, donde empezó a hacer maravillas con la pelota y los pies. Unas maravillas que lo llevaron primero a la televisión (la famosa entrevista a sus doce años en la que dice que su sueño es “jugar el Mundial”), después a debutar en la primera de Argentinos Juniors a los quince, y después a la cima del planeta fútbol.

Contradictorio, bocón, audaz, nunca dejó de decir lo que sentía, por más problemas que eso le acarreara. Llevó a su máxima expresión el precepto del escritor Alberto Laiseca: “Lo que no es exagerado no vive”. “Maradona fue el más grande de los grandes en coraje –escribe hoy el periodista español Diego Torres Romano–. Ninguno de los futbolistas más importantes de la historia fue más valiente. Ninguno se expuso más. Ninguno fue más generoso con sus compañeros. Ninguno se enfrentó a enemigos más poderosos. Ninguno perdió más”.

Y así lo retrató la banda argentina Los Piojos en una de las tantas canciones que Maradona inspiró en todas partes del mundo: “Dicen que escapó de un sueño / en casi su mejor gambeta / que ni los sueños respeta / tan lleno va de coraje / sin demasiado ropaje / y sin ninguna careta. / Dicen que escapó este mozo / del sueño de los sin jeta / que a los poderosos reta / y ataca a los más villanos / sin más armas en la mano / que un diez en la camiseta”.

No habrá ninguno igual. Nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos nos preguntarán por él. Y nosotros, con una lágrima en la garganta, intentaremos responderles una y otra vez. Y serán palabras torpes y vanas, porque la experiencia es intransferible, y porque no habrá palabras para explicar la forma en la que ese muchacho, ese hombre que hoy nos ha dejado para irse al cielo con diamantes, se clavó en nuestros corazones y en lo que es, en más de un sentido, sinónimo de la patria.

“Si me muero –dijo en una ocasión– quiero volver a nacer y quiero ser futbolista. Y quiero volver a ser Diego Armando Maradona. Soy un jugador que le ha dado alegría a la gente y con eso me basta y me sobra”.

El 30 de octubre había cumplido sesenta años. Ese mismo día se reanudó el fútbol argentino tras la pandemia. Y él estuvo por última vez en un campo de fútbol. Se notaba que tenía la salud muy deteriorada, pero confiábamos en que renaciera una vez más, como ya había hecho tantas veces. Pero esta vez no fue. Como dice el periodista Andrés Burgo, ser Maradona y tener un solo cuerpo era una pelea desigual. Si algo le faltaba a este terrible 2020 era esta desgracia.

Sepan disculpar, por favor, lo emocional de este relato urgente. Los argentinos tendremos que hacernos a la idea de una vida sin él, aunque de algún modo lo llevaremos siempre con nosotros. El tuit del presidente Alberto Fernández resume el sentimiento de toda una nación: “Nos hiciste inmensamente felices. Fuiste el más grande de todos. Gracias por haber existido, Diego. Te vamos a extrañar toda la vida”.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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