Los ensayos de Nathan Fielder

En los elaborados escenarios que diseña para su serie “El ensayo”, Nathan Fielder obtiene verdades acerca de las relaciones humanas y las formas en que confiamos y nos engañamos a nosotros mismos.
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Al inicio del primer episodio de la segunda temporada de El ensayo (The rehearsal, E.U., 2025), la voz en off del narrador, creador, protagonista, director y maestro de ceremonias Nathan Fielder comparte con el espectador una preocupación. Se supone que estamos viendo una comedia, pero han pasado “diez minutos de este episodio y no he provocado una sola risa”. Fielder tiene razón: lo que hemos estado viendo es la recreación de una serie de horrendos accidentes aéreos que terminaron en centenares de muertos. No es posible reírse de eso. Y, sin embargo, la forma en la que dice esa línea en el contexto específico en el que sucede es genuinamente gracioso. Yo no pude evitar soltar la carcajada.

Se trata de una típica táctica metanarrativa del mejor Nathan Fielder, que se hizo de un nombre a partir de las cuatro temporadas y los 32 episodios de Nathan al rescate (2013-2107), un reality show en el que el inclasificable comediante canadiense, interpretándose a sí mismo, funge como asesor de los emproblemados dueños de algunos pequeños negocios en crisis. Evidentemente, el chiste de esa serie (que se puede ver en Paramount+) es que la “ayuda” que ofrece Fielder tiene que ver con propuestas tan absurdas, ridículas y hasta ofensivas que el humor desemboca en la pena ajena y linda con un velado desprecio de los sujetos “rescatados” –aunque, es cierto, podría argumentarse que la crítica está dirigida no a los sujetos sino a una cultura “emprendedora” capaz de traspasar cualquier límite con tal de llegar al “éxito”.

Además, para ser justos, si alguien termina apareciendo de la peor manera posible en cualquier proyecto televisivo creado por Nathan Fielder –Nathan al rescate, la extraordinaria La maldición (2023) al lado de Emma Stone, disponible también en Paramount+, las dos temporadas de El ensayo– es el propio Fielder o, para diferenciarlos, “Nathan Fielder”. A diferencia de otros comediantes judíos clásicos, como el primer Woody Allen, cuya comicidad autodenigratoria siempre va acompañada de cierto grado de autoindulgencia romántica, Fielder se interpreta a sí mismo sin idealizaciones de ninguna especie. “Nathan Fielder” no encaja en ningún lado, tiene problemas para comunicarse con la demás gente y hasta es llamado directamente frente a cámara –en la primera temporada de El ensayo– “una muy pero muy mala persona”. En otras palabras, al primer que le cae mal “Nathan Fielder” es a Nathan Fielder.

¿Qué tan diferente es “Nathan Fielder” de Nathan Fielder? ¿Qué tanta realidad hay en el programa? No tengo idea, aunque es más que evidente que cada uno de los doce episodios que suman las dos temporadas de El ensayo –disponibles en HBO Max– está realizado con tal nivel de cuidado obsesivo en la forma y en el fondo que me resulta imposible catalogarlas, como algunos lo han hecho, como una suerte de reality al estilo de Nathan al rescate. En lo absoluto: aunque la premisa pueda parecer similar –“Nathan Fielder” le ayuda a algunas personas a ensayar distintos escenarios para resolver sus problemas reales–, El ensayo se mueve en terrenos conceptualmente muy distintos.

La idea nace de las propias limitaciones de “Nathan Fielder”: como ha experimentado en carne propia que la vida es complicada e impredecible, tiene la convicción de que ensayar cualquier escenario probable puede ayudar a la persona seleccionada para resolver cualquier problema que tenga. Así pues, en la primera temporada “Nathan Fielder” le ayuda a un tipo a ensayar una confesión vergonzosa que tiene que hacerle a su mejor amiga; a una mujer le presenta lo que significaría ser madre criando a un hijo que pasa de recién nacido a los 18 años de edad, y a otro tipo le ayuda a planear palabra por palabra todo lo que le tiene que decir a su hermano con respecto a cierta herencia en disputa.

Sin embargo, en los episodios de esa primera temporada quedaba claro que “Nathan Fielder” no podía resistir la tentación de ser solamente el distante creador y narrador de los escenarios que había diseñado, así que se iba involucrando tanto y de tal manera en los ensayos de esas personas “reales”, que el susodicho ensayo terminó siendo, más bien, sobre sí mismo y no tanto sobre los demás.

Algo similar sucede en la segunda temporada, que acaba de finalizar el domingo pasado. Aunque al inicio sus intenciones no solo son muy buenas, sino que parecen provenir de un genuino impulso altruista –evitar las tragedias aéreas debidas a la falta de comunicación entre el capitán del avión y su copiloto–, muy pronto “Nathan Fielder” se pierde en el objetivo central que, se supone, es proponer que los pilotos que manejan un avión tengan sesiones de juegos de roles en los que ensayen la mejor forma de comunicarse entre los dos para evitar, hasta donde sea posible, una desgracia.

En esto está de acuerdo el experto en aviación y antiguo miembro de la Junta Nacional de Seguridad en el Transporte John Goglia, quien accede a conversar con “Nathan Fielder” y a ser parte de esta segunda temporada pues, de hecho, él propuso en su momento entrenar a los pilotos en juegos de roles conversacionales. Que Goglia es un verdadero experto en aviación y que los problemas de comunicación en la cabina de un avión son reales nadie lo duda. Incluso uno podría pensar que Nathan Fielder sí está interesado de verdad en explorar el tema planteado: el problema es que “Nathan Fielder” lo hace de manera tan extraña que uno termina dudando de cuáles son sus verdaderas intenciones.

Si en la primera temporada, el hipercontrolador “Nathan Fielder” terminaba perdiéndose en los callejones sin salida que él mismo había creado, en esta segunda temporada Nathan Fielder ha llevado a otro nivel a su desagradable personaje, especialmente en ese surreal tercer episodio en el que “Nathan Fielder” decide recrear en sí mismo la vida del heroico piloto Chesley Sullenberger –protagonista de la biopic Sully (Eastwood, 2016)–, quien salvó la vida de todos los pasajeros de su avión, aterrizando audazmente en el río Hudson.

Lo que vemos en ese tercer episodio de El ensayo puede parecer no más que otro excéntrico capricho de Nathan Fielder –¡“Nathan Fielder” convertido en el bebé Sully, con todo y pañal sucio incluido!– pero, aunque parezca una locura, no carece de sentido. De hecho, esta característica es lo que hace compulsivamente visible toda la obra de Fielder: por más absurdos que sean los escenarios y más extravagantes los resultados que “Fielder” obtiene de ellos, siempre quedan resabios de verdad sobre cómo funcionan (o no) las relaciones humanas, sobre cómo construimos lazos de confianza entre todos y de qué manera nos engañamos a nosotros mismos o, en su defecto, logramos entendernos mejor.

Todas estas son muy serias reflexiones que, a bote pronto, no deberían encajar en un programa de comedia. Sin embargo, al final de cuentas todas ellas resultan ser más que pertinente. Y, por cierto, no le haga caso a “Nathan Fielder” con eso de que en esta temporada no hay muchas risas. Sí las hay, aunque a veces uno no sepa exactamente por qué se está riendo. ~


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