El 21 de agosto de 1937, en el meridiano de la guerra civil, la revista Nuestro Ejército, órgano de la 39 división, dedicó varios versos a la indisciplina de los soldados. Su figura interpuesta, el recluta Zenón, era reprendida debido a su afición al vino por sus superiores en unos felices ripios:
En el frente está Zenón
valiente como un león.
Sus jefes le felicitan
y en una orden le citan.
Mas por beber demasiado
Resulta un “incontrolado”
Cuando vuelven a citarle
Resulta que es “pa” arrestarle
El poema, sin autor, no era excepcional: otra gaceta como La Voz de la Trinchera, de duración similar y vinculada a la brigada mixta 108, tenía su particular soldado de escasa disciplina en Pascual. Este, así, incumplía el carácter sacrificado de la guerra con tremendo ágape y “ahora recorre bancales; buscando alivio a sus males”. Publicado en enero de 1938, poco después del anterior romance, es una fuente más prosaica de la miseria de las trincheras, tan alejada a Jünger, en una conflagración que desgarró a un país mediano que llevaba décadas sin ver una lid civil importante.
El historiador y periodista Pedro Corral, en un reciente libro, habla de la lealtad geográfica, de los desertores, y todos estos datos rompen en añicos ese espejo pulido creado en los cantares de gesta a izquierdas y derechas. Tanto Berlanga –protagonista de una exposición en CaixaForum, actualmente en Valencia tras programarse en Madrid y Barcelona– como Azcona, director y guionista de La Vaquilla de 1985, habían vivido de niños la guerra civil y desconfiaban por completo de estas cosmovisiones épicas rojiazules ahora en boga. Afirmaba Berlanga, en ese sentido, a propósito del final de la película donde los buitres devoran la vaquilla en tierra de nadie:
Ese toro es España, pues ya que a España se le llama la piel de toro y todo eso (…) Quiero decir, ese simbolismo tiene final, que con la guerra civil matamos la alegría, es decir, la fiesta que quieren tener los nacionales, y la economía, que es lo que querían los republicanos, comer para satisfacer su hambre.
La guerra civil como tebeo para niños
En un gran tweet malinchista, el profesor de políticas Juan Carlos Monedero afirmó que España era una “nación frustrada y estado débil” ya que tenía La Vaquilla en lugar de Novecento (aquel filme con el que Bertolucci “la cagó”, según el siempre clarividente crítico de Chicago Roger Ebert). La perogrullada escondía la frustración no tanto con la calidad de la película, sino con la ruptura del género épico blanquinegro por parte de Berlanga y Azcona.
Monedero, decadencia de la vieja historiografía iniciada por Manuel Tuñón de Lara -hombre a sueldo de Moscú, según Jorge Semprún-, se nutrió de ese falso discurso heroico de una izquierda que veía la guerra o las brigadas internacionales bajo el prisma deformante de los superhéroes de Marvel. No había leído, no lo permitía el partido / secta, la definición exacta del periodista Chaves Nogales, que recoge Andrés Trapiello, de las brigadas como “receptáculo de todos los criminales aventureros y desesperados de Europa”.
Tampoco el nuevo franquismo, representado en gran parte por los votantes de Vox, podía salir de ese discurso con supermanes falangistas y un alcalde de Zamora fue expedientado por el propio partido al retirar calles en homenaje a luminarias del franquismo. En efecto, Abascal, reverso de Monedero, recordaba que “los que defienden la obra de Franco (…) tienen cabida en VOX”.
La sustitución de la historia real de esos años treinta, un país miserable con políticos mediocres y en pleno bache económico en cualquier análisis, por un discurso épico tiene como fantástico antídoto los soldados miserables de La Vaquilla : una tropa vaga y pendenciera obligada a llevar en la silla de la reina a un noble parlanchín y ufano. Berlanga -que llegó a ser soldado en Rusia- y Azcona hicieron una tragicomedia con lo que vieron, lo que vivieron, y su testimonio era el más cercano a crónicas certeras y tristes de la guerra como el siempre olvidado (se reeditó tan tarde como en 2001, no se fuera a enfadar Ángel Viñas) testimonio de Julián Zugazagoitia en Guerra y vicisitudes de los españoles.
El tercer país, el de arrieritos arruinados y sufrida clase media, se testimonia en estas crónicas más dolientes. Toda esa desesperación, toda esa generación perdida, se esfumó ante los condenados al futuro cuyos exvotos y plañideras tenían como destino Berlín o Moscú. Fue el paso terrible, nuevo río de sangre revolucionario, de una España chirigotera a una España nueva, según Claudio Sánchez-Albornoz, “escindida por odios”.
Todos esos hombres moderados, aquellos que desconfiaban del jesuitismo de curas y comisarios, tienen testamento en el impecable parlamento pícaro, casi unamuniano, de uno de los soldados: “Pues eso, que podríamos cambiarnos como el papel de fumar y el tabaco. Él se iba con usted, yo me iba con el brigada rojo y todos tan contentos”.