Victoria Fromkin, la lingüista que recogía errores del lenguaje

Fromkin fue recogiendo durante años todos los errores que cometía, escuchaba o le hacían llegar sus colegas, y a partir de ese corpus, realizó un detenido análisis.
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Ya lo dice el refrán popular: quien tiene boca se equivoca. Y es que, según algunos autores, un hablante medio produce de 7 a 22 errores al día. Demasiados casos para no tenerlos en cuenta. Sobre todo, cuando somos conscientes de la gran cantidad de información que nos aportan. Y no solo sobre el que comete el error (no hablaremos de Freud hoy), sino especialmente sobre el lenguaje en general y sobre las lenguas en particular; sobre su procesamiento, su adquisición y su pérdida. Casi nada. 

Y si hablamos de errores, o de lapsus linguae, como nos gusta llamarlos, el nombre que nos viene inmediatamente a la cabeza es el de la Dra. Fromkin. Muchos la conoceréis por su trabajo con Genie (la niña que aprendió a hablar más allá de la pubertad) o por su faceta como creadora de lenguajes artificiales. Y es que Victoria Fromkin, a pesar de haber cumplido ya los cuarenta cuando se formó como lingüista, fue una de las académicas más brillantes y reconocidas de su entorno. Un gol maravilloso a todos aquellos edadistas que creen que la vida se termina al llegar a la mediana edad. 

Durante años fue recogiendo todos los errores que cometía, escuchaba o le hacían llegar sus colegas. Y a partir de ese corpus (muy similar en naturaleza a otros que han seguido una metodología algo más rigurosa), realizó un detenido análisis sobre la información lingüística que ofrecían los ejemplos. Fundamentalmente, los hablantes realizan los siguientes errores: añaden, quitan, cambian de lugar o sustituyen elementos del discurso (sonidos, morfemas, palabras). Esto es muy interesante en sí mismo, pues, tal y como advierte la autora, si un elemento se altera por error, este elemento existe en la mente humana. Dicho de otra forma, los lapsus linguae sirven para probar empíricamente que nuestros cerebros reconocen el lenguaje de forma composicional. Más allá de los fragmentos de habla, los hablantes tienen en cuenta unidades como los sonidos (fonemas, más bien), morfemas y palabras, pues pueden alterarlos y decir cosas como me piernan las tiemblas.

Además, el modo en el que se producen los errores no es arbitrario. Por el contrario, está limitado por las propias restricciones de la lengua que hablamos. Así, por ejemplo, al sustituir, eliminar o añadir un determinado sonido, se cumplen de forma escrupulosa las reglas fonológicas que impone la lengua y se evitan combinaciones indeseables (aunque sean perfectamente posibles en otros idiomas). De este modo, entender los límites de mis errores es un modo de entender los límites de mi lengua.

Tampoco son arbitarios los sonidos concretos que surgen por error en nuestra habla. En ocasiones, son sonidos que acabamos de pronunciar (y los denominamos perseveraciones), como en pintar un puadro; otras veces serán los que pensamos producir poco después y serán anticipaciones, como en no quierro que ladre el perro. En ambos casos, estos lapsus nos proporcionan información muy interesante sobre el modo en el que procesamos el lenguaje, combinando en memoria lo que se acaba de pronunciar y lo que está a punto de llegar. De un modo similar, cuando el error es léxico (queremos decir tigre y decimos león), nos informa sobre el modo en el que se organizan las palabras en nuestra mente. 

Hasta aquí hemos hablado de los errores que surgen en el habla espontánea no patológica, de adultos hablando su lengua materna. Otros errores son intencionados, con motivos humorísticos, pero es interesante ver cómo están constreñidos por los mismos límites. Y también tenemos, claro está, los errores que surgen en el habla infantil, en las interacciones de personas con problemas en el lenguaje o de los aprendientes de segundas lenguas. En el siglo XXI, el error se comprende como una fuente de información insustituible sobre el hablante, sea cual sea su estado. No hay logopeda, profesora de idiomas o lingüista aplicado que no lo encuentre útil. Porque errar es de sabios y aprender de los errores, más. 


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