En un rincón cada vez más ruidoso del siglo XXI –entre pantallas hipnóticas y asistentes de inteligencia artificial que prometen una eficiencia sin humanidad– ha comenzado a germinar una contracultura inesperada: los “appstinentes”. Jóvenes educados, lúcidos, políticamente despiertos, que han decidido renunciar al zumbido incesante de WhatsApp, al vértigo de los desplazamientos infinitos en Instagram, a los feeds diseñados para devorar el tiempo, que alguna vez nos han engullido a todos. No se trata de “tecnofobia”, sino de una renuncia lúcida: prefieren las conversaciones frente a frente al murmullo espectral de los chats; el libro tangible al resumen automatizado de ChatGPT o a la lectura anestesiada del libro electrónico. Eligen lo analógico no por nostalgia, sino por dignidad. Porque intuyen que las pantallas no solo los distraen: comenzaban a robarles, poco a poco la claridad mental y la paz.
El movimiento ha encontrado eco en ciertos dispositivos minimalistas como el Light Phone: teléfonos sin aplicaciones, sin correo, sin redes sociales, diseñados explícitamente para lo esencial. Aparatos que solo permiten llamadas y mensajes, como un ancla al mundo real: una especie de tótem tecnológico para la desconexión. En campus universitarios, bibliotecas públicas, espacios de coworking y comunidades pseudo-hippies, proliferan los colectivos que promueven esta tecnología inversa: menos es más. Detrás de esta práctica se percibe la huella de Minimalismo digital, el libro de Cal Newport que ya en 2019 propuso una vida más enfocada, consciente y deliberada en medio del ruido algorítmico. La consigna es casi ascética: evitar el bucle de gratificación instantánea que ha convertido a los teléfonos inteligentes en prótesis emocionales.
El término “appstinencia” –una fusión deliberada entre “app”, o aplicación, y “abstinencia”– fue acuñado en Harvard por Gabriela Nguyen, una joven estudiante criada en el corazón de Silicon Valley que, luego de varios años inmersa en la hiperconectividad, decidió romper con el ciclo de distracción perpetua. Lejos de ser una experiencia meramente personal, su renuncia se volvió contagiosa. Fundó un club universitario y una página web bajo el mismo nombre, que pronto se convirtió en nodo de una creciente red de estudiantes y jóvenes profesionales que buscan recuperar el control de su foco de atención. Más que una moda, lo que empezó como una iniciativa estudiantil ha mutado en una suerte de microrrevolución cultural: la idea de que desconectarse no es un acto de evasión, sino de resistencia activa frente al dominio psicológico del diseño digital.
Para quienes perseveran en la appstinencia, el desafío no es solo tecnológico, sino existencial: aprender a habitar un mundo que ha normalizado la adicción a los teléfonos inteligentes. Algunos lo comparan con dejar el alcohol mientras se vive dentro de un bar abierto las 24 horas. Basta caminar por una gran urbe como la Ciudad de México para sentirlo: multitudes que avanzan cabizbajas, absortas en pantallas brillantes, ya no solo consumiendo contenido, sino produciéndolo en tiempo real, convertidos todos en audiencia y espectáculo a la vez. En ese entorno, el appstinente se vuelve una figura disonante, disruptiva, casi anacrónica: no solo por mirar el mundo sin el lente de las redes sociales, sino por atreverse a no registrarlo.
Su resistencia es también una crítica silenciosa a la compulsión colectiva por documentar, compartir y acumular validación digital. La tendencia empieza a filtrarse incluso en espacios tradicionalmente ligados a la hiperexposición: de Ámsterdam a Nueva York, cada vez más clubes nocturnos piden a sus asistentes que dejen el teléfono en casa –o, al menos, que lo mantengan fuera de la pista de baile–, como una forma de devolverle al presente su carácter sagrado. En un entorno donde la automatización premia la eficiencia y el rendimiento cuantificable, la decisión de “vivir sin filtros” y de recuperar el control del tiempo comienza a perfilarse no como una renuncia, sino como una forma emergente de liderazgo.
Sin embargo, lo más disruptivo del movimiento appstinente no es su rechazo a la tecnología, sino su intuición de que aún existen espacios donde la inteligencia artificial no puede sustituir la esencia humana. Mientras gigantes tecnológicos como Amazon, Microsoft e Intel eliminan capas de gestión intermedia (mandos medios) en busca de mayor agilidad y eficiencia, existen profesiones que, por su naturaleza, resisten la automatización. Según el U.S. Career Institute, ocupaciones en el cuidado de la salud, la educación, las artes y los servicios personales –como enfermeros, docentes, terapeutas y creadores– requieren empatía, juicio contextual y creatividad, capacidades que siguen fuera del alcance de los algoritmos. De forma similar, plataformas como Upwork destacan que oficios manuales como electricistas, plomeros o carpinteros también permanecen relativamente protegidos, dado que dependen de habilidades prácticas, adaptabilidad situacional y experiencia empírica. Al igual que los appstinentes, estos profesionales seguramente no rechazan la tecnología, pero han tenido la suerte de tener una relación menos subordinada con ella.
Pero, si solo unos pocos pueden permitirse esta resistencia silenciosa, ¿qué ocurrirá con el resto? ¿Con los que no podrán desconectarse porque su sustento, su relevancia o su identidad misma depende de estar en línea? ¿Con aquellos cuyos oficios sí serán reemplazados por una inteligencia artificial cada vez más ubicua, más eficiente, más obediente? ¿Qué será de quienes no logren abstraerse del flujo constante de notificaciones, tareas automatizadas y validaciones digitales? ¿Seremos capaces de distinguir, en ese ruido, lo que aún nos hace humanos? ¿O nos adaptaremos a una existencia sin pausas, donde la cognición y deliberación profundas, el contacto real y la introspección se vuelvan lujos del pasado? Tal vez, en un futuro cercano, la verdadera disrupción consistirá en desconectarse. ~
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